Trece años atrás
—¡Ay, Dios!
Íria miró desolada los libros y los cuadernos esparcidos por el suelo. Levantó la vista para encontrarse con un par de ojos oscuros que la observaban sin ninguna expresión. Siguió con la inspección, evaluando con rapidez al ser tremendamente alto para sus diecisiete años. Llevaba vaqueros desgastados y una camiseta blanca con el cuello en pico que dejaba ver una cadena de la cual colgaba un anillo.
—Vamos. —El chico fue empujado por otro y dio un paso hacia adelante. Sin alejar la mirada, se llevó la mano a la nuca, desordenándose en el proceso el pelo del color de las cáscaras de nuez, ondulado sobre la línea de las orejas, con mechones que caían rebeldes en su frente. Al no reaccionar, recibió un segundo empujón que tuvo el mismo efecto nulo—. Vamos, tío. Sabes que la profe de química es una arpía. Un minuto tarde y tendremos que repetir la tabla de los elementos cien veces —se lamentó el otro.
Íria no le dedicó ni una mirada. Por alguna razón no podía despegar los ojos del joven contra el que se había chocado, hasta que sintió un codazo en las costillas. Liza, su amiga, pidió su atención.
—Íria, llegamos tarde —dijo y se arrodilló para ayudarla a recoger los libros.
—Sí, claro. —Como si acabara de salir de un trance, Íria pestañeó varias veces y agachó la cabeza. Se inclinó para asistir a Liza, cogió un cuaderno, pero no pudo evitar fijarse una última vez.
Los dos jóvenes se alejaban, sin hacer ademán de ayudarlas. En ese momento él retorció el cuello y sus miradas colisionaron como lo habían hecho sus cuerpos antes. Íria se estremeció sin razón aparente y fue la primera en retroceder, eligiendo un paisaje más seguro: el suelo.
—Ni siquiera intentó ayudarme —se quejó.
—¿Jared? No lo esperes —comentó Liza—. De hecho, deberías estar contenta de que no lo hizo.
—¿Por qué? —preguntó Íria, extrañándose por la declaración seca de su amiga.
Se levantaron las dos con los libros en los brazos, encaminándose hacia la clase. Pudo ver que Liza hizo una mueca desagradable.
—Jared es… Jared. Es mejor que te quedes lo más lejos posible de él.
—¿Qué le pasa? ¿Tiene alguna enfermedad incurable?
—Sí. De hecho tiene más de una: es engreído, vanidoso, prefiere mantenerse al margen de todos, tiene preocupaciones clandestinas y… un aura oscura.
—Lo haces parecer atractivo —rio, sin entender aún el problema.
—Íria, eres nueva en el instituto. En mi calidad de guía, me siento obligada a advertirte. Ninguna chica se interesa por Jared. Al menos, ninguna que quiere seguir con su reputación. El único que se atreve a ser su amigo es Cedric que es su perro faldero. Aunque sea el más rico del pueblo y sus fiestas las más anheladas, todos se mantienen alejados de él y de su personalidad volátil.
—No creo que lo entienda. Vais a sus fiestas ¿pero no lo consideráis amigo?
—Es difícil de explicar. Es como si fuera el presidente de un país comunista. Lo sigues porque lo ordena, pero a veces te gustaría no hacerlo.
—¿Por qué?
—Ay… —Liza puso los ojos en blanco, dejándole claro que su terquedad la fastidiaba—. Porque así se hace desde el tercer ciclo de primaria. Es más fácil hacerlo que aguantar una de sus explosiones de furia.
—¿Qué pasó en el tercer ciclo de primaria? —Íria insistió con la esperanza de conseguir detalles, pero se encontró con el muro de desaprobación de Liza.
—Por tu bien te aconsejo que no seas demasiado fisgona. Será mejor que no lo sepas.
—Mira quién habla. ¿Te has mirado en el espejo esta mañana? Porque yo veo «cotilla» escrito en tu frente —comentó, renunciando sin ganas al interrogatorio. Sabía que tarde o temprano se enteraría. El pueblo no conocía la noción de secreto y de todos modos no era el momento adecuado, pues llegaban con retraso a la clase.
La profesora las miró por encima de unas gafas de montura mate y frunció los labios. Inclinó la cabeza para verificar los papeles que tenía sobre el escritorio mientras comentaba:
—Señorita Golding, dado que es nueva, pasaré por alto el retraso de hoy. No obstante, espero que no se repita. La próxima vez habrá consecuencias.
—Sí, señora. —Íria bajó la mirada, estudiando la clase a través de las pestañas caídas. Todos los ojos estaban dirigidos hacia ella. Algunos interesados, otros aburridos, incluso advertía unas cuantas miradas maliciosas por parte de algunas chicas. Ser la nueva apestaba. Más cuando venía de una ciudad grande a la cual suponía que cada alma de ese pueblo olvidado por los cartógrafos, deseaba escaparse.
—Ocupad vuestros asientos —mandó la profesora e Íria siguió a Liza, sin saber dónde debía sentarse.
Se detuvo de golpe al notar que el único pupitre libre era el penúltimo. Y justo detrás de ese se encontró con la mirada hipnótica del chico contra el cual había tropezado en el pasillo. Liza, que se había sentado, hacía muecas intentando captar su atención. Se forzó en reanudar la marcha y se sentó en la silla que pareció demasiado caliente bajo su trasero.