Trece años atrás
Íria se alisó la falda del vestido y sonrió al espejo de cuerpo entero del pasillo.
La seda susurró bajo sus dedos y la piel le crepitó con los millares de pinchazos resultados de la electricidad estática. Se veía hermosa. Se sentía hermosa.
A pesar de que no aprobaba el color blanco elegido por su madre, debía reconocer que el corte del vestido sacaba partido a su cuerpo andrógino. Los tirantes eran anchos pero descubrían sus hombros, y por haberse recogido el pelo hacia un lado, su cuello se revelaba en toda su longitud. El corte era cuadrado justo encima de sus pechos y la falda florecía debajo de las caderas para acabar cerca de las rodillas en un oleaje de satén. Sus continuos paseos habían dado un toque dorado a su piel y el níveo del vestido aumentaba el contraste.
—Estás preciosa —le dijo su madre desde atrás.
Íria se dio la vuelta sonriendo. Cogió su mochila que no iba con el elegante vestido, pero que necesitaba para guardar la cámara.
—Gracias —aceptó el cumplido y la abrazó. Tomó nota de las ojeras oscuras que adornaban la zona baja de sus ojos, de la palidez de su piel, y deseó tener el poder de alegrar un día de la mujer que le había dado a luz, así como lo hacía ella—. Por todo —añadió, estrechándola entre sus brazos y transmitiéndole mentalmente parte de su fuerza.
—¿No te acompaña nadie? —su madre preguntó, esperanzada.
—No, mamá. Solo voy porque el profesor de arte leyó el informe de mi antigua escuela y me nombró la fotógrafa de la clase. Participo en el baile para inmortalizar los momentos. Me veo allí con Liza.
—Intenta divertirte un poco —le sugirió, mirándola una última vez antes de salir.
—Lo haré —prometió Íria.
Era verdad, pensaba divertirse a su manera. Hacer fotografías era más que un pasatiempo y el equivalente a la distracción. Su lente mágica le enseñaba la verdadera cara de las personas, no la máscara que llevaban desde el momento en que abrían los ojos por las mañanas. Cuando fotografiaba observaba detalles que no podían ser vistos con el ojo libre y le ayudaba a sacar conclusiones siempre acertadas.
Por eso no le molestaba «trabajar» esa noche. No se sentía rara por ir sola ni había intentado concertar una cita. Liza había pescado como acompañante a un joven del ciclo superior y había intentado convencerla de que aceptara la oferta de un amigo de este, pero ella no estaba interesada. El pueblo era pequeño y no esperaba que el baile fuera del calibre de los de la ciudad. Conocía a sus compañeros de clase y sabía que pocas chicas tenían novio, ahí no se respetaban los estandartes de una ciudad grande.
La música se escuchaba desde fuera y varios grupos poblaban el área de alrededor del gimnasio donde ocurría la acción.
Al entrar, observó que los focos que alumbraban normalmente el recinto estaban apagados y en su lugar habían adornado el techo con luces navideñas multicolores y dos bolas antiguas de discoteca, lo que ayudaba solo a distinguir el contorno de los cuerpos de los jóvenes. Íria arrugó la nariz, molesta con el descubrimiento. Estaría forzada en usar el flash de la cámara e independiente de la alta resolución, la calidad de las fotos iba a bajar.
Buscó con la mirada entre la marea de gente para encontrar a Liza. A medida que avanzaba, el color de su vestido cambiaba reflejando la luz de las bolas, de un blanco fantasmagórico al azul fosforescente y rosa intenso. Sentía el reflejo incluso en el rostro y le molestaba en los ojos. Encontró a su amiga en una de las mesas alineadas junto a la pared del fondo, opuesta a la zona del DJ que parecía sufrir de hipertensión y gritaba con todas sus fuerzas en el micrófono, audible a pesar del volumen de la música.
—¡Estás de muerte! —Liza vociferó en su oído.
—No tanto como tú —replicó observando que su cita babeaba apreciando con una mirada para nada tímida las curvas de la chica destacadas por el vestido talla «casi invisible»—. Voy a dar una vuelta y a calentar la cámara —anunció enseñándole el aparato.
Dejó la mochila para que se la guardara Liza y se pasó la correa por el cuello.
Se movió por fuera de la pista de baile, sin arriesgarse a ser atropellada por los jóvenes que se agitaban en varios estados de excitación.
Le encantaban las fotografías tomadas sin el conocimiento de los sujetos, eran las más realistas. Memorizó en la pantalla a Marco, un muchacho que conocía de la clase de biología y que por el modo en cómo bailaba parecía tener problemas de oído o escuchaba otra canción en su cabeza. Le sonrió a Amalia, una joven con unos ojos grandes, muy expresivos, y sin saber por qué, disparó y guardó en una imagen los movimientos sensuales de Elisa, la futura modelo de revista de la clase.
Sin darse cuenta había dado una vuelta entera a la pista de baile y seguía disparando para captar los momentos de felicidad de la juventud.
Dio un paso más hacia atrás y se detuvo al chocar contra un cuerpo duro y caliente. Íria se giró, pero le costó reconocer la persona contra cual había colisionado, ya que la luz era escasa en este rincón. Cuando sus ojos se acostumbraron, tuvo tiempo de vislumbrar a una muchacha que parecía arreglar su vestido arrugado por las manos de…