Señores Dragones y Señores Piratas

Capítulo 27 - Epílogo

Llegó de madrugada al puerto y desembarcó con el resto de la tripulación. Pero él no formaba parte de ella, había pagado un pasaje para poder navegar hasta allí. Miró alrededor.

Era un puerto no muy grande, y en el pueblo vivían sobre todo pescadores. Ellos pescaban, ellas tejían las redes. Las casas eran de piedra y madera, bien cuidadas, con cientos de flores por doquier, con los caminos adoquinados y farolas en cada calle. Era impresionante como un pueblo dominado por simples pescadores, rebosaba de tanta riqueza.

Los primeros botes pesqueros ya estaban llegando junto a ellos en el muelle, con las redes llenas de peces y los cubos colmados de moluscos y langostas de mar. Todo iba dentro de carros que ya los esperaban para llevarlos a la lonja, donde se encontraban compradores de todos los páramos de aquella zona del Caribe.

Dos Lunas se había convertido en el principal proveedor de pescado y marisco, pues sus aguas siempre rebosaban de alimento.

Pero él no estaba allí por el delicioso pescado o los extravagantes mariscos.

Se colocó bien el macuto en su espalda y la bolsa cruzada en su hombro y se encaminó hacia la taberna del pueblo, que servía también de posada.

En el interior había una mujer de profundos ojos color avellana que reflejaban cansancio, y piel oscura que no ocultaba una fea cicatriz que le restaba la exótica belleza que en su momento tuvo, su cabello negro azabache estaba cubierto de canas y lo llevaba cubierto en un simple moño con varios mechones que caían desordenadamente por su frente. Su vestido era de colores ocres, no era nuevo, pero sí bonito.

―Todavía está cerrado –dijo la mujer, sin mirar quién había entrado, mientras limpiaba la barra de la taberna con un trapo ya sucio. Lo tiró en un cubo, y al no haber escuchado una disculpa y la puerta cerrarse de nuevo, encaró el muchacho que estaba junto a la puerta–. ¿No has oído?

―S–sí –respondió él, y se giró para poder irse–. Lo siento.

Ella chasqueó la lengua.

―Eres nuevo aquí, ¿no? Entra. ¿Quieres un café?

Él sonrió, pero ella no le devolvió la sonrisa, lo miraba impaciente, mientras esperaba la respuesta a la simple pregunta que le había hecho.

―Sí. Gracias.

―Siéntate.

Obedeció y se sentó en la primera silla que encontró, dejando el macuto encima de una silla y la bolsa encima de la mesa.

La mujer le sirvió una taza de café negro, y al lado, le dejó una rebanada de pan con mantequilla y una loncha de queso.

―No pareces un hombre de aventuras, ¿qué has venido a buscar?

Tenía razón. Era un chico joven, de aspecto débil, con el cabello castaño oscuro y unas prominentes ojeras bajo sus ojos oliva. Lo cierto es que no era así al salir de casa, pero los viajes, el comer mal a bordo de los barcos, y el no tener dinero, le habían vuelto un chico de aspecto enfermizo… pese lo rebosante de salud que había tenido meses atrás. Era alto y demasiado delgado por las ropas viejas, sucias y rotas que llevaba. Lo único de valor que tenía era el broche de su familia, que le sujetaba la capa, de color plateado sucio con la forma de una espada con un dragón en la empuñadura.

Él miró aquel plato, devorando el pan y el queso con la mirada, pero aún le quedaba algo de educación, por lo que miró a la mujer.

―Al Alquimista.

Ella sonrió de medio lado, la primera sonrisa que esbozaba, y era una burlona y misteriosa. Se limpió las manos en el delantal y se retiró, y él aprovechó para devorar aquella rebanada de pan, así como el queso. El café fue lo último que se tomó, dejándolo enfriar, y bebiéndoselo finalmente de un solo trago.

No tuvo suerte aquel día. Deambuló por el pueblo de senderos adoquinados, macetas rebosantes de flores y casas cuidadas, siempre olía a delicioso pescado frito, o asado. Los niños y las niñas se veían bien alimentados, y al mediodía los vio corretear felices con libros de estudio. Nunca había visto tantos niños y tan contentos. Había viajado mucho en los últimos meses, y el que no tenía mirada de hambre, la tenía de tristeza o pesadumbre. Pese la maravilla del lugar, nada vio que le indicara que el hombre al que buscaba, el Alquimista, viviera por aquellas calles.

Por la noche, de regreso a la taberna, se sentó cerca del fuego y revisó sus apuntes.

―Deberías ir mañana al mercado. –La voz de aquella misma mujer de la mañana le hizo levantar la mirada hasta encontrarse con sus ojos, cansados y hundidos, carentes de la alegría de la que había gozado cuando era joven.



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En el texto hay: piratas, dragones y magia, siglo xviii

Editado: 10.09.2019

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