El ruido del microondas me indicó que la comida ya estaba lista; no tenía una pinta demasiado apetecible pero al ser un plato preparado y el cual solo había necesitado dos minutos, supuse que no podía quejarme.
Solo tenía dos horas para comer, descansar un instante y quizás aprovechar para llorar un poco, pues últimamente sentía que no tenía tiempo ni para esto último. Llevaba unos cuantos meses trabajando en la cafetería pero aun así seguía sin acostumbrarme a ese horario agotador el cual me había arrebatado por completo la vida social de la que antes disfrutaba.
Dedicaba ese poco tiempo libre que tenía antes de volver al trabajo a la única cosa que no había cambiado, a lo único que aun conseguía hacerme sentir algo viva, un poco más feliz, pues era tan solo en ese instante en el que huía al mundo que había creado cuando sentía que quizás aun había algo que merecía la pena.
Y sin embargo, quizás por la situación en la que estaba mi vida en esos momentos, porqué no conseguía concentrarme como debía o porqué realmente no tenía nada que ofrecer, no conseguía sacar nada de provecho a mis sesiones diarias de escritura. Me sentaba frente al ordenador, acariciaba las teclas del teclado, reproducía en mi mente la escena y cuando llegaba el momento de plasmarla en el papel, me bloqueaba y se me hacía imposible sacar aunque fuesen dos frases con sentido. Por lo que al final, acababa pasando lo mismo de siempre; borraba lo poco que había avanzado, me frustraba mucho más y me levantaba pues se me volvía a hacer tarde y debía de volver a trabajar.
Las tardes eran siempre las peores; ya me encontraba cansada por las horas de la mañana, Martha parecía estar de peor humor y la gente que venía a esas horas me gustaba mucho menos pues en su gran mayoría eran familias con niños que solían dejar las mesas perdidas o grupos de personas de mi edad que me hacían sentir algo intimidada.
Por suerte, las tres horas avanzaron con tranquilidad y cuando por fin era hora de cerrar, la idea de ir a ver a Santi se cruzó por mi cabeza. En un primer momento pienso en mandarle un mensaje avisándole de mi llegada pero entonces pensé en darle una pequeña sorpresa, una de las tantas que solíamos darnos tiempo atrás y que tanto nos gustaban.
Quizás aun había algo por hacer. Quizás lo único que necesitábamos era intentarlo un poco más, hacernos ver que aun no estaba todo perdido.
Fui hacía la pizzeria favorita de Santi, la cual se encontraba a tan solo unos pocos pasos de la cafetería y en la que según el, hacían las mejores pizzas de toda la ciudad a pesar de que estaba convencida de que aquello no era del todo cierto. Antes de entrar, llamé a un taxi para que cuando saliese me llevara hacía su casa que se encontraba demasiado lejos como para ir andando.
Y durante ese instante, mientras el hombre conducía y yo observaba por la ventana del coche, esperando hasta llegar a mi destino, con el olor de las pizzas inundando el espacio y pensando en la cara que pondría al verme plantada en la puerta de su casa, es cuando me siento un poco como en los viejos tiempos; ilusionada por verle, por compartir un rato juntos. Puede que el sentimiento no era exactamente como el de antes, que no era tan intenso, que no sintiese esa gran felicidad por saber que estaba a punto de estar entre sus brazos pero por fin sentía algo y eso era mucho más de lo que había sido en esos últimos días.
Sin embargo, toda esa ilusión fue reemplazada por un manojo de nervios en cuanto llamé al timbre y no apareció nadie para abrirme. Lo volví a intentar un par de veces más pero seguía obteniendo la misma respuesta: ninguna. Eché un vistazo hacía la ventana donde sabía que estaba su habitación y esta se encontraba iluminada por una luz bastante débil pero que me indicaba que había alguien en casa.
El edificio de Santi era lujoso y el alquiler de un solo mes del gran ático en el que vivía costaba lo mismo que seis meses del mío. Tan solo su salón era tan grande como todo mi apartamento junto y sin embargo, sabía que no cambiaría mi humilde pero aun así reconfortante hogar con el suyo; demasiado caro y frío.
Pensé en las posibilidades por las que el aun no había aparecido para abrirme; quizás se había quedado dormido, quizás había estado toda la tarde estudiando y el cansancio había podido con el. Volví a llamar, jurándome que aquella sería la última vez que lo haría. Esa vez no llamé al timbre si no que marqué su número de teléfono y esperé, aun mirando hacía la ventana, esperando ver algo de movimiento tras las oscuras cortinas que me lo impedían.
-¿Jane? -Preguntó algo extrañado cuando descolgó. Su voz no sonaba como la de alguien que se acababa de despertar. -Dime, cariño. ¿Pasa algo?
Creo que fue aquella palabra lo que hizo que me ablandase un poco. No recordaba la última vez que me llamaba cariño.
- Estoy en la puerta de tu casa, he llamado varías veces pero no contestabas. -Expliqué. -Estaba a punto de irme. -Esperé unos segundos a que dijese algo pero al ver que no lo hacía, seguí hablando. -He traído comida, me he pasado por la pizzeria esa que tanto te gusta y pensé que bueno, que podíamos cenar algo y pasar la noche juntos aprovechando que mañana es mi día libre.
Tardó más de lo que pensaba en contestar.
-Espera, te abro. -Acabó por decir aunque no supe interpretar su tono de voz; no lograba averiguar si se sentía feliz o no, si le había hecho ilusión el que haya ido o si por el contrario, le había dado completamente igual.
Decidí no pensar demasiado en ello mientras subía con velocidad las escaleras del portal.
Cuando abrió la puerta y apareció tras ella vi que se encontraba con los ojos ligeramente rojos, el pelo un poco despeinado - algo raro en el pues siempre procuraba llevarlo bien engominado hacía atrás - y una camiseta con el logo de alguna marca de ropa cara pero que el ya había decidido usar como pijama pues en su opinión, era demasiado vieja a pesar de que estaba convencida de que no tendría más de dos años.