No pude sostenerle la mirada. —Deberías comer rápido. Se va a enfriar.
—N-no tengo hambre —titubeé.
—No te estoy preguntado si quieres o no comer, maldita sea —golpeó la mesa.
Contuve el llanto.
"No debes ser débil, no debes ser débil Emireth".
—Lo siento, pero es que en verdad no puedo más, me ha hecho comer demasiado.
—¿Demasiado? Mi bebé debe estar sano y fuerte cuando nazca, no quiero un niño desnutrido por tu culpa —escupió apretando con rudeza mi barbilla.
Gemí.
—No me haga daño por favor.
—Entonces no me lleves la contraria —dijo sin más y se fue cerrando de un portazo.
Sostuve la cuchara temblorosa, iba a colapsar si metía otro bocado en mi sistema.
Rebeka llegó para cambiar el cobertor y dejar en mi armario la ropa recién lavada.
—La señora se ha ido, ya sabes a las tontas tertulias con sus amigas. Si no quieres comer, solo dámela y me la llevaré.
—Soy una tonta.
—No digas eso, eres una niña encantadora y nadie ha sabido valorarlo, salvo el joven Maximiliano.
—Pues Max también me ha dejado, se ha ido y ni siquiera se despidió.
—Porque seguro Marie dijo algo, como siempre. Mira, te he traído unas cuantas camisas de Max.
Me sonrojé. ¿Quería que me pusiera su ropa?
—No, yo...
—No te niegues —me guiñó un ojo y aspiró una de esas —. Huele muy bien, eh.
—Si Marie me ve con una camisa de su hijo me va a matar.
—Puedes usarlas cuando duermas, así crees que estás con él.
—Lo extraño mucho —rompí en el llanto.
Ella me consoló, me dió un beso en la frente y se fue con el resto de la comida.
Comencé a girar el brazalete en mi mano y recordé cuando Max me lo obsequió. Ya habían pasado casi cuatro años desde ese día.
Lo ví caminar hacia mí, con la manos ocultas detrás de la espalda.
—Max, has regresado ¡Si! ¡Si! ¿me has traído un dulce?
Negó con la cabeza, borré la sonrisa.
—Algo mucho mejor y te va a gusta mucho, pequeña.
—¡Que no soy pequeña! Y ¿qué me has traído, entonces? —quise saber con las manos puestas en la cintura.
—Cierra los ojos —pidió achicando la mirada debido a los rayos del sol que le daba justo en el rostro.
Su lindo rostro, sus lindos ojos...
Tuve que obedecer.
Lo sentí acercarse y tomó mis manos en las que lentamente depositó algún objeto.
—Puedes abrirlos, mi ángel.
Y lo hice.
Me sorprendí al ver en mis palmas un hermoso brazalete que tiene un corazón con el grabado de: "Eres mi ángel".
...
Dejé que la música invadiera mi cabeza, que me llevase a los recuerdos bonitos.
Incluso a esos momentos...
—No, no quiero que me hables, aléjate y déjame Max.
—No me iré hasta que me expliques qué es lo que hice para que estés enfadada.
—¡Es que eres un tonto! —empecé a golpear su pecho.
Inmobilizó mis manos. Me obligó a retroceder con la intención de atraparme contra la pared.
Una sonrisa burlona adornó sus labios.
—¡Déjame, Max!
—No, además no quieres que lo haga. ¿Por qué estás enfadada? ¿Por qué soy un tonto? —insistió.
—No es tu problema —gruñí.
—Oh si, claro que lo es. Es mi problema porque el enfado es hacia mi persona —tomó mi barbilla obligándome a mirarlo —. ¿Acaso estás celosa?
—No, claro que no. Apártate.
Sí, sí estoy celosa.
Pero no se lo diría.
—Es por la chica de la secundaria, la rubia que me pidió apuntes de biología, que quería mi ayuda. Incluso me dió su número, pero lo tiré en el tacho de basura.
—Dejaste que te besara.
—En la mejilla, espera... Sí estás celosa —sonrió victorioso.
Bufé.
—Solo un poco —admití. Entrecerró la mirada —. Bien, mucho.
—No estés celosa. Tú puedes besarme y no solo en la mejilla —susurró rozando suavemente nuestros labios.
Di un pequeño brinco debido al escalofrío que emanó su roce.
El chisporroteo atravesó mi cuerpo.
Y me besó.
Maximiliano estaba besándome, su extraordinario sabor en mi boca, su lengua y la mía encontrándose, enredadas en una lucha sin sentido.
Porque ninguno de los dos quería parar, rendirse.
—Max...
—¿Vamos a mi habitación? —preguntó mordisqueando mi labio inferior.
Una tonta pregunta.
Obvio que sí.
Lo necesitaba tanto como hace una semana atrás en el hotel. Pero todavía el pudor era un problema para mí.
Dejó de besarme.
Me quejé un poco por la ausencia de sus labios en los míos.
—¿Quieres que lo hagamos? —quiso saber mirándome directo a los ojos.
Su mirada se había oscurecido como la noche.
Asentí muriéndome de la vergüenza.
—Ven —me jaló sacándonos de mi habitación.
Jamás habíamos hecho... Eso, en mi habitación. Nunca lo hicimos allí.
Entramos en la suya y con prisa me tomó en sus brazos. Reí bajito. ¿Por qué era tan adictivo este juego? Él ponía las reglas, yo no me quejaba y nadie se enteraba.
Buscó en su mesita un paquete de aluminio y regresó a mi lado.
Mientras los otros dormían, nosotros nos portabamos mal.
Su delicado roce, su hálito en mi piel, sus juguetonas manos...
Estaba perdiendo la cabeza.
Desperté en mi cama. No estaba desnuda, no estaba Max. Pero tampoco lo había soñado, podía oler su delicioso olor en mi piel.
Tomé una ducha fría y me puse el uniforme. Rebeka entró para hacerme unas trenzas. Cuando terminó con mi cabello me apresuré en bajar a desayunar.
Editado: 07.08.2020