Capítulo Uno: Caderitas
Si le dieran un dólar por cada vez que le había dicho un: te lo dije a Kora, sería millonaria. Dejaría de vivir en uno de los barrios más peligrosos de Nueva York y, por supuesto, buscaría ayuda profesional para cortar de raíz su insana relación con el chocolate, el enemigo mortal de su dieta balanceada. También se compraría un canario —ya que los pelos no los toleraba— y gastaría una pequeña fortuna en una casa de dos pisos, cuyo piso superior sería exclusivamente para su biblioteca privada; la convertiría en la réplica exacta de la biblioteca de la Bestia. Desde luego, se haría un cambio de look y se quitaría las horrendas mechitas californianas que le llegaban casi a la mitad de su largo cabello porque no tenía dinero para retocárselas. ¡Ah! Y como olvidarse de Kora, a ella le pagaría por un mes entero una clínica de rehabilitación para controlar sus hormonas —si es que había— para evitar que se acostara con cada hombre atractivo que se cruzaba. Por todos los cielos, ella sería tan feliz con eso. Claro que sí.
— Karoline, ¿Me estas escuchando?
Karoline siguió batiendo los huevos que había echado en una tasa justo cuando Kora entró al apartamento como la representación de la mortificación y la vergüenza. Dejó de batir y la miró por debajo de sus lentes de lectura. Kora le regresó la mirada, y si no fuera porque a Karoline el cabello le llegaba hasta la cintura, contraria a Kora, que lo tenía hasta los hombros, serían la misma persona físicamente. —Lastimosamente, Kora también poseía las horrendas mechitas, solo que a ella, por tener el cabello más corto, no se le veían tan feas. Los ojos color miel de Kora se cristalizaron, provocando que su falsa postura de hermana regañona se derrumbara rápidamente. Kora, ha diferencia de ella, nunca lloraba, nunca, ni siquiera por aquella película donde el perro pierde a su amo y espera sentado en el parque a que éste llegue de su trabajo, esperándolo hasta el día en que él también muere. Tampoco lloró cuando vio el Titanic, ni cuando una vez tuvieron que sacar de la basura a un pequeño gato al que se lo estaban comiendo las hormigas. No lloró cuando su adorado Hámster murió cuando tenían doce años, ni cuando se cayó de la bicicleta a los quince intentando levantarla a caballito, partiéndose un brazo y se raspándose el mentón —aun conservaba una macha rosa como resultado de la cicatriz. Koraline no lloraba por nada y que estuviera a punto de hacerlo por un imbécil que la usó —tal y como ella hacía continuamente con todos los hombros que se cruzaba— y que a parte, el muy bastardo, la mantuvo de amante por meses, le partía el corazón. Era su hermana, su alma gemela y aunque lo que estaba viviendo era un reflejo de lo que cosechó por años, seguía doliéndole.
Una de las tantas cosas que no tenían en común, era que Kora jamás se había enamorado. No hasta hace seis meses; los meses exactos que tenía saliendo con el imbécil de su ahora ex.
— Me siento destruida, Karo. ¡El bastardo engañó conmigo a una mujer magnifica! Pero aun así… —Su labio inferior tembló y Karoline dejó la tasa sobre la encimera para correr en su dirección— Aun así lo quiero
Y ahí fue cuando Koraline Howard se rompió y Karoline temía que no pudiera volver a recuperarse, no del todo. Pobres de los desgraciados que se cruzarían en su camino nada más recuperarse y salir a las calles de Nueva York. Si antes nadie la detenía, ahora menos.
Karoline la estrechó entre sus brazos y permitió que llorara y liberara sus demonios internos. Unos que no conocía a la perfección y, que temía, se habían comenzado a crear desde la muerte de su madre cuando tenían catorce años, y se complementaron cuando a los dieciocho le diagnosticaron cáncer.
El día en que dejó de llorar y dejó de ser la niña dulce a la que todos idolatraban. Bueno, nunca dejaron de idolatrarla; en la familia, Kora era la luz de sus días, una muchachita luchadora que había logrado a hacerse un hueco en uno de los mejores periódicos de todo el mundo y el segundo mejor en la ciudad. Ella, por su parte, sólo aspiraba a limpiar mesas de restaurantes y a soñar con publicar un libro. Mientras que Kora se graduó en el colegio con notas muy altas, Karoline lo hizo con la nota media. Además, el alquiler del apartamento que compartían era pagado prácticamente por Kora.
No se sentía orgullosa de admitirlo, pero era una buena para nada. Una a la que su padre quería, pero por la que aun así, se sentía decepcionado. No podía decir lo mismo de Jenny, la esposa de él. Esa mujer despreciaba el suelo por el que caminaba y no se detenía a señalar regularmente todos sus defectos como hija, hermana, hijastra, amiga…, y como todo ser humano errante de carne y hueso. Por supuesto, sus opiniones solo se las hacía llegar cuando estaban solas. Pero eso le tenía sin cuidado, ya estaba acostumbrada a pasar desapercibida por todos y solo resaltar cuando alguien quería señalar sus defectos. Que no eran pocos.
— Tus abrazos me recuerdan a los de mamá y me siento segura entre ellos.
Con el corazón encogido, Karoline se preguntó a quien de las dos le había afectado más la muerte de su madre. Su ausencia. Y no tenía respuesta que valiera. Aunque el que Kora hubiera estado a punto de morir también, la había afectado mucho más a ella.
El timbre sonó en ese instante y Karoline tuvo que respirar hondo para tomar fuerzas. Kora se separó de ella y sonrió entre lágrimas.
— No sé porque odias tanto a Sughei, ella es tan inofensiva.
Karoline se encogió de hombros y le limpió una lágrima con ternura.
Jamás se lo diría, pero Sughei había dañado una de las pocas cosas bonitas que tenía en la vida, y no se lo perdonaría nunca.
El timbre volvió a sonar.
Kora terminó de limpiarse las lágrimas y se levantó del sofá para abrirle a la que había sido su mejor amiga desde que las tres tenían seis años. Una amistad que Karoline comenzó a detestar cuando entraron a la adolescencia y Sughei comenzó a ver divertido coquetearle a su novio cuando Kora no estaba cerca.