—Dentro de poco llegará el muchacho. Su nombre es Arnald de Maureilham. Viene de la villa de Béziers, ¿sabes algo de ellos? —preguntó la dama Oriza. Alix asintió de inmediato.
—Conocí a un hombre llamado Bota, es el jefe de la familia. También al senescal de Béziers, a su esposa y a su hija Bruna.
—Ah si, Bruna..
—¿Es ella es miembro de la orden?
—Algo así. Pero volvamos al joven Arnald. Él llega en calidad de paje para Guillaume, de alguna forma también va a cuidarle las espaldas, y eso te ahorrará un poco el trabajo directo para que puedas dedicarte a lo otro.
—Entiendo.
—Aun así, me sigue pareciendo necesario que cuides de los dos. Nunca se sabe.
—Está bien, así será.
—Ahora puedes retirarte, Alix. Nos veremos en la cena.
—Si, señora. —Se inclinó, y Oriza la miró con una sonrisa de satisfacción. Cómo había cambiado.
Desde aquella tarde en que hablaron de empezar el gran cambio, Alix se lo tomó muy en serio. No solo el entrenamiento con la espada y las dagas, sino también lo otro. Oriza corregía sus modales y postura, su forma de caminar, la ropa que usaba y cómo arreglarse. Aunque eso siempre le habían parecido frivolidades, Alix puso todo de su parte, y lo hizo bien.
Nunca se llevó con las muchachas de su edad y las mayores que vivían con los Montmorency. Ellas siempre la trataron como inferior, claro que Alix jamás se dejó pisotear y encontró la forma de responderles. Pero desde que empezó el "entrenamiento" con Oriza, las cosas cambiaron de forma radical. La dama andaba de a arriba abajo con su sobrina, provocando situaciones donde la admiraran. Tal como le dijo Oriza, pronto sangró, y su cuerpo empezó a cambiar también. Tenía una silueta preciosa que muchos en la corte empezaron a desear.
Por otro lado, Alix no solo había cambiado por fuera y se había creado la misma fama de mujer difícil con la que llegó Oriza a París, sino que también usó sus habilidades para crear una especie de red de espionaje dentro de la casa de los Montfort.
Pidió a Bernard de Saissac que enviara dos sirvientes confiables a los que ella se encargó de meter entre la servidumbre, ya que pagaba muy bien al ama de llaves. Tenía alguien en la cocina, a quien hacía la limpieza de las habitaciones, a un mozo de cuadra, y a otros más.
Ya no podía estar todo el tiempo cerca de Guillaume como antes cuando era más joven, pero tenía siempre la información necesaria. Seguía yendo a la casa con la excusa de visitar a la pequeña prima de Amaury, quien por cierto ya estaba crecida y muy feliz de acompañar a una dama como era Alix.
Lo que más le dolió de todo ese cambio fue alejarse de sus dos amigos. Ya no era pequeña ni una niña para ponerse a bromear como un muchacho más. Poco a poco, y para que no se dieran cuenta, se fue alejando. Adiós a las risas escandalosas, a los juegos, a los insultos con Amaury, a bromear hasta sacarlo de quicio.
Amaury. No podía creer que era él a quien más extrañaba. No se había dado cuenta lo mucho que lo quiso hasta que empezó a alejarse. Ya no era una niña y él siempre la vio así, él y Guillaume. Por algo hacía unos años le dijo que ni siquiera era una dama Labarthe, que de dama no tenía nada. Pero es que ese par de idiotas sacaban su lado infantil, cada que los veía sentía la tentación de ir detrás corriendo de ellos y ponerse a juguetear y a bromear como antes.
Siendo sincera, cuando ella empezó a cambiar, ellos también. Amaury también. De pronto ya no la veía igual, hasta la trataba de forma más respetuosa. Los chistes fuertes fueron eliminados de los diálogos, y se cuidaba de decir palabrotas delante de ella, aunque sabía que Alix las conocía todas. Cuando empezaron los primeros halagos y llegaron los cortejos, fue él quien salió en su defensa alejando a todos los indeseables. Ella bromeaba diciendo que eran celos, y quizá sí lo eran.
A Alix no le molestaba que le dijeran cosas bonitas, aunque a veces se ponían muy ordinarios. Amaury sabía qué caballeros eran considerados detestables para Alix, y siempre se encargaba de alejarlos en las fiestas para su tranquilidad. La cuidaba como un buen hermano mayor a su hermanita pequeña, o al menos eso quiso creer. Ya no estaba tan segura. Ya ni siquiera podía decir si aquello que siempre sintió por él fue simple cariño de amigos, o algo más profundo.
"Ideas tuyas, ya no pareces una niña, es lógico que te trate diferente", pensaba. Si, por supuesto que eso era lo más razonable. Jamás dijo que Amaury le pareciera desagradable, aun siendo un jovencito cuando lo conoció se le hizo bien parecido. Solo que de pronto se veía mejor, vaya que sí. Todo un caballero.
Alto, fuerte, aguerrido. A veces, cuando lo veía de lejos, contenía un suspiro. Los años le habían sentado muy bien. Y en su mirada, a veces sentía que había algo más que ese cariño que siempre los unió. Algo que a veces la asustaba, no sabía qué pensar.
Hacía unos años que llegó el momento de la investidura. Todos en la sociedad de París estuvieron seguros de que sería su padre, Simón, quien se encargaría de tomarle el juramento como caballero. La sorpresa llegó cuando el hombre preparó algo que jamás se había visto. Simón, decidido a dejar claro que la casa Montfort había crecido en poder e influencia, expuso a Amaury a una ceremonia de investidura sin igual. Fue nombrado caballero de Cristo por dos obispos, cantando el Veni creador.
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Editado: 03.06.2023