—Lusian —balbuceé, completamente sorprendida de ver al primogénito de los Bennett, fuera de mi departamento.
¿Qué demonios estaba haciendo Lu ahí?
No fue el mejor momento para su aparición repentina, ya que un par de minutos atrás estaba fantaseando con él bajo el agua de la ducha.
Crucé los brazos sobre mi pecho, intentando disfrazar la vergüenza de estar semidesnuda frente a él. Gotas de agua caían de mi cabello, humedeciendo caminos desde mi clavícula, hasta el inicio de mi escote. Sentí el aire frio correr desde las puntas de mis pies descalzos hasta mis muslos y sufrí de pequeños escalofríos, aunque no estuve segura de cuál debía ser la razón.
—Vamos, terror. Ya sé lo que hay debajo de esa toalla, no te pongas pudorosa —dijo Lusian, en tono jocoso, mostrándome una sonrisa torcida que se burlaba de mí.
—Cállate —exigí, presionando con más fuerza mis brazos sobre mi pecho, aferrándome a la toalla. Mis mejillas se ruborizaron, casi al punto de ver evaporándose el agua que aún humedecía mi rostro —. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Vine a proponerte algo —contestó—. ¿Me dejas pasar? Prometo no quitarte la toalla.
Por el amor de aquel artista renacentista que dibujó a La Madonna del Prato, esperaba que fuera mi mente jugándome una mala pasada el que Lusian hiciera aquella broma. Yo no estaba en condiciones de jugar a las sátiras con él. Quería dormir, olvidar parte del viaje a Farmington (aunque parecía no estarlo haciendo muy bien), y regresar a la normalidad de mi vida en Florencia, sin preocupaciones sentimentales ni sexuales.
Fue deprimente notar como habían cambiado hasta las cosas más pequeñas. Cuando en el pasado, una broma de ese calibre me hubiese dado la oportunidad de darle una respuesta inteligente y divertida, con lo recientemente ocurrido, lo único que deseé fue ponerme un traje de monja y meterme a un convento.
Su presencia me azoró. Pasé de estar muerta de frio a hiperventilar y sentir calor hasta en mis partes más ocultas. Detestaba que Vicky estuviera tan campante, eligiendo entre dos juegos de lencería.
Entonces dejé de tener calor. Un par de cosas no estaban cuadrando.
—¿Cómo supiste mi dirección? —Inquirí, mirándolo con los ojos entrecerrados.
Lusian rodó los ojos y recargó su hombro en el arco de la puerta, cruzando los brazos sobre su pecho. Que llevara las mangas de la camisa enrolladas hasta el codo, fue una tentadora invitación para poder observar el movimiento de sus músculos ante tal acción. También tuve la oportunidad de volver a ver su tatuaje: una asombrosa brújula sobre un mapa que parecía tallado sobre madera, adornaba la piel del interior de su brazo izquierdo.
—Joshua me la dio —dijo con fingido cansancio.
Me sorprendió su respuesta, sobre todo porque fui clara al pedirle a Josh que guardara el secreto de mi ubicación.
—Te veo en su funeral entonces — gruñí molesta, intentando cerrar la puerta.
No logré hacerlo. Lusian metió su pie, impidiendo que la puerta lograra cerrarse.
De mala gana me quedé de pie, sosteniendo la orilla de la puerta con una mano y la tolla contra mi pecho con la otra, en espera de cualquier oportunidad para poder dejarlo afuera y seguir con mi día, como lo había planeado, que era durmiendo.
—No vas a irte —dije en tono cansino, dejando caer mis hombros—. ¿De qué propuesta hablas?
—¿No me vas a dejar entrar? Fue un largo viaje — confesó, sin hacer el intento por quitar su estúpida sonrisa.
Fue cuando la palabra viaje sonó a través de mis tímpanos que me di cuenta de otra de las cosas que no cuadraban.
—¿Cómo es que conseguiste un vuelo tan pronto? —Pregunté intrigada, ladeando levemente la cabeza.
—Haces muchas preguntas. ¿No estás feliz de verme? —Preguntó, extendiendo sus brazos, como si me estuviese invitando a darle un abrazo. Al no ver respuesta de mi parte, los dejó caer, se asomó por encima de mi cabeza, probablemente queriendo ver mi apartamento, y cuando pareció haberle echado un buen vistazo, volvió a mirarme, complacido —. ¿Sabías que tenemos un avión privado?
—¿Un avión privado? ¿Tenemos un avión privado?
—Tú tienes un avión privado y también tienes la mala costumbre de no leer papeles importantes.
—¡Tengo un avión privado! ¿Cómo es que no sabía que tengo un avión privado?
—Y también tienes déficit de atención. Acabo de decirte que no lees papeles importantes. El avión es parte de los bienes que dejó tu papá para ti en la herencia. ¿Dónde está la rosa que te regalé? —Preguntó, frunciendo, a mi pesar, muy adorablemente su entrecejo.
—La tiré antes de subir al avión —confesé.
—No importa, puedo regalarte más.
—No quiero rosas, Lusian. ¿Por qué nunca me dijeron que tenía un avión privado? Por el amor de Dios, ¡es un avión privado!
—Lo supe un par de días después de que desaparecieras —dijo con tono de reproche, obviando la situación.
De pronto tuve que soltar la puerta para abrazarme de nuevo con ambos brazos. El frío del pasillo llegó a calar hasta mis huesos y tuve un repentino escalofrío que me hizo tiritar. Eso pareció preocupar a Lu, porque sin permiso entró a mi departamento y sin permiso frotó mis brazos, ayudándome a entrar en calor.
—Deberías vestirte. Estás helada, dulzura —murmuró.
—Lo hubiera hecho desde hace mucho si no te hubieras aparecido de la nada. ¿Vas a decirme lo de tu propuesta? —Inquirí.
—Sólo si prometes que la aceptarás —dijo.
—No puedo aceptar algo que no sé de qué trata —dije.
—Maldita sea, sólo porque necesito que te cubras ya —dijo soltando mis brazos —. Te propongo treinta días.
—¿Treinta días para qué? —Pregunté con desconfianza.
—Treinta días para volver a ser lo que siempre fuimos —respondió suavemente.
Me quedé mirando fijamente a sus ojos. Fue el modo en que las pronunció, más que las propias palabras, lo que provocó que lo abrazara, dejando que mi cuerpo completo se hundiera en el suyo, fuerte y cálido,