Pensando en las mil razones por las que esa conversación me pareció sospechosa, eché a andar escaleras arriba, esperando que el señor Bennett no me atrapara escuchando a hurtadillas.
En la planta alta, y con mil preguntas rondando por mi cabeza, me di cuenta que estaba de pie, justo en frente de la habitación que habían convertido en mi habitación muchos años atrás.
Desde que Lusian y Joshua desaparecieron por tres meses, no había entrado allí. Fue por largo tiempo como si nunca hubiese existido.
Tenía curiosidad por averiguar si seguiría igual o Lusian tal vez la hubiese convertido en un cuarto de motel a domicilio.
Abrir la puerta y averiguarlo no implicaba que también estuviese metiéndome donde no me llamaban, ¿verdad? Después de todo, fueron bastante insistentes a la hora de ofrecerme ese cuarto y la mansión como mi hogar desde mi pre adolescencia y no veía que fuese algo malo. Aunque después de meterme sin permiso al estudio del papá de Lusian y haber escuchado una conversación ajena no estaba segura de que estuviese haciendo lo correcto.
Igual abrí la puerta, porque se sintió bien tocar el pomo, girarlo y descubrir que todo seguía igual que antes.
Las paredes seguían pintadas de color beige y blanco. La cama de dosel, amplia y suave seguía acomodada pegada a la pared más grande, bajo una lámpara de cristal plateada, con la misma colcha de terciopelo blanca, con detalles bordados en color dorado. Los cojines blancos con holanes dorados estaban perfectamente acomodados en la parte superior de la cama, colocados por orden de tamaños. A la mitad de la cama había un lobo de peluche gris con blanco, esperando ser abrazado.
Mi habitación en la mansión de los Bennett siempre me pareció que daría envidia a las princesas de Disney. Tenía una linda puerta de aluminio blanco que daba a una terraza, que casualmente tenia vista hacia la residencia vecina, que ahora sabia era de mi propiedad, aunque verla me seguía dando una sensación impersonal, no la sentía como mía y no tenía ganas de visitarla.
Una cortina opaca integrada con cabezal de satén rosado y bordados de flores doradas directamente de Europa, cubrían dicha puerta. Las cortinas, recordaba, fueron lo único que no estuvo listo desde el inicio. Aproximadamente una semana después de que bautizaran aquella estancia como mi habitación llegué del colegio, para comer con mis dos chicos y ahí estaban, hermosas y perfectas. Dese entonces las amé, como a todo mi cuarto.
En medio de la habitación había una mesita de centro color blanco, con molduras en color dorado, un florero rosado en el centro y un par de sillones estilo Luis XV de terciopelo color rosa. Y al pie de la cama, un diván Catherine, también de terciopelo rosa.
Con una amplia sonrisa, olvidando por completo la conversación que no debía escuchar, entré a mi antiguo cuarto, sintiendo la mullida alfombra blanca bajo mis pies descalzos. Me preocupó un poco ensuciarla, pero no lo suficiente como para no llegar hasta la cama.
Me gustó el recuerdo que trajo a mi mente aquel lobo de peluche. Lusian y Joshua me lo habían regalado en mi temporada de obsesión por los hombres lobo. Una noche, después de asistir a la premier de Eclipse, venimos directo a la mansión y encontré con un moño blanco ese lindo lobito sobre mi cama, con una nota que decía que Lusian había puesto más dinero para comprarlo.
Cogí el muñeco y lo abracé, esperando que oliera a tierra o algo, pero no, todo lo contrario. Seguía oliendo a mí, como si le hubiesen puesto no hace mucho tiempo mi perfume de frambuesas.
Asombrada y con las emociones a flor de piel, miré hacia la esquina donde estaba mi escritorio con luna y una silla capitonada con orejas en tono beige. Sobre el escritorio seguían mis objetos personales.
El que siguiera ahí todo, supuso un gran shock emocional para mí. No era tan inusual conservar los muebles y los blancos de una habitación, pero no esperarías encontrar tus perfumes, cremas, cepillos y fotos, todo intacto.
Era increíble. Se sentía como si nunca me hubiera ido.
Me acerqué al escritorio, poniendo especial atención a la foto en el porta retratos dorado. La foto era de un año nuevo que pasamos los tres en Canadá. Estábamos abrazados, yo en medio, sonriendo a la cámara, con la cabaña que habíamos alquilado para la ocasión, de fondo. Llevábamos puesto unos horribles suéteres navideños y gorritos de duendes.
Sonreí, emocionada, y cogí la foto.
Mucho tiempo me quejé por lo que sentía que me faltaba, sin darme cuenta de todo lo que tenía. No podía estar más agradecida con todos ellos por todo lo que me habían amado y cuidado... y lo seguían haciendo.
Dejé la foto en su lugar y observé la que estaba a un lado, más pequeña. Esa era una foto mía, con el cabello ondeando en el aire por el viento, sonriendo. Me parecía que tenía unos quince años cuando me tomé esa foto, pero no recordaba haber puesto esa foto yo ahí.
Si estaba todo aquello igual que años atrás entonces tal vez mi ropa...
Me acerqué a la puerta blanca que estaba a un lado del escritorio y la abrí, encontrando dentro el closet lleno de mi ropa, tenis, bolsas y accesorios. Todo estaba ahí. Maldición... y olía a suavizante de telas.
¿Por qué?
—Linda...
La voz del señor Bennett me llamó, desde la puerta.
Me giré cerrando la puerta del armario lentamente.
—Sigue todo aquí —logré decir, esperando no sonar demasiado cohibida.
—Lusian despidió a más de un ciento de empleados cuando no acomodaban tus cosas como las habías dejado... —Confesó Raphael entrando a la estancia, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón sastre negro.
No iba a dejar de impresionarme nunca su porte y presencia. Aun vestido sin sus habituales sacos, con solo una camisa roja y esos pantalones bien planchados, no dejaba de parecer intimidante. Y su hijo primogénito era su copia exacta, solo que sin las marcas de la edad y experiencia que rodeaban su boca y la comisura de los ojos. Aun así, parecía que los años no pasaban por encima de él.