Si aquellos golpes en la puerta de su pequeño apartamento sobresaltaron a Louis, escuchar aquella voz que en francés se identificaba le puso el corazón en un puño. Abrió incrédulo y, ciertamente, la voz no había mentido. Por unos segundos ambos quedaron contemplándose inmóviles, incapaces de decirse nada hasta que finalmente padrino y ahijado se abrazaron efusivamente.
—¡Válgame el cielo, Gilles! ¿Es posible? ¡Estás aquí! ¡Y estás hecho todo un hombre!
El joven ofrecía una sonrisa feliz.
—Pero bueno, Louis, ¿qué te esperabas encontrar? Tengo ya veinticuatro años.
—¡Si cuando te vi por última vez aún eras un chiquillo!
—No exageres, de eso hace cinco años, y por aquel entonces ya no gateaba y tenía algún que otro diente.
Louis rio con ganas zarandeándole cariñosamente por los hombros.
—Es cierto, pero hay algo en ti distinto... ¡tu pelo! Eso es. Te ha crecido mucho, ¿no?
El habitual pelo corto de Gilles se había transformado en una abundante melena, lo que unido al brillante rubio de su cabello le confería un aspecto ciertamente llamativo, inusual.
—¿Tanto te desagrada que no me vas a invitar a entrar?
—Adelante, hombre, adelante. Ya veremos si cuando escuche cómo manejas eso me convences de que está ante mí el fantasma del maestro —le dijo señalando a la viola que adivinaba en el interior de la funda de cuero que portaba junto con un pesado petate.
Gilles devolvió una sonrisa maliciosa. Aunque le incomodaba reconocerlo, lo cierto es que era tal su devoción por las piezas del gran maestro de la viola da gamba, Marin Marais, que incluso había adoptado para sí, especialmente en lo referente a su cabello, el aspecto que el genio musical mostraba en los grabados que Gilles había visto de su imagen.
—Me parece increíble que estés aquí...
—En fin, la última vez que nos vimos me dijiste que cuando estuviese preparado podría venir a verte a Viena y quizá labrarme un futuro como músico. Ha sido un poco arriesgado, la verdad, la situación política no es la más propicia para viajar y después de tanto tiempo podría ocurrir que ya no vivieses aquí, pero creo que he tenido mucha suerte.
—Ya lo creo. ¿Y cómo has conseguido encontrarme?
—Eso no ha sido tan difícil, solo había que preguntar por los teatros por un violagambista francés excepcional... supuse que no habría muchos a los que identificasen con tales características.
Louis reía despeinando la cuidada cabellera del joven, gesto que acostumbraba a hacer cuando era crío y que al muchacho incomodaba bastante.
—Bien hecho, Gilles, ¡bien hecho!
—Supongo que querrás que te ponga al corriente de los pormenores del viaje y sobre todo de las noticias de nuestro país. ¡Han ocurrido tantas cosas, Louis, y tan deprisa!
—Por supuesto que sí, pero antes toma asiento y prepara tu instrumento. ¡Lo primero es lo primero!
El alboroto por el reencuentro cesó y la calma retornó a la estancia que ocupaba Louis en una vieja casa de huéspedes en el centro de Viena. Su morada consistía en una habitación luminosa y no excesivamente pequeña. Adyacente a esta, había una diminuta estancia que hacía las funciones de cocina, con un par de cazuelas para cocinar y una exigua vajilla compuesta de otro par de platos y vasos. Un pequeño hogar en una esquina caldeaba tímidamente el cuarto. El escueto escritorio coronado por varios estantes llenos de partituras situado al lado de la ventana recibía la luz generosa de la mañana y era el único elemento del pobre mobiliario que daba un aire más personal al hogar de Louis.
Una mesa, un apolillado y pequeño armario en una esquina, un par de taburetes y una cama completaban el resto de los enseres. Poco más podía necesitar, y sus emolumentos como violín en una orquesta tampoco le permitían vivir muy holgadamente.
Al extraer Gilles la viola de su estuche Louis reconoció complacido aquel viejo instrumento para el que no parecían haber pasado los años, manteniendo sus atractivos tonos claros y especialmente el especial brillo de su caja.
—La conservas tal cual la recordaba.
—¡Y cómo no! Tú me le regalaste, con ella aprendí a tocar...
—Y aprendí yo de joven también. Esa viola ofrece una sonoridad perfecta.
—Es cierto, nunca he alcanzado con otra los registros que esta ofrece.
Tomaron asiento en sendos taburetes preparando con mimo la escena. Afinaron las cuerdas de las violas y Louis desplegó un atril para colocar la partitura, pero Gilles con un gesto cortés la rechazó.
—¿Seguro?
—Seguro.
—¿Conoces bien la pieza?
—La Folia[3], la sublime variación de Marais, permanece grabada en mi memoria.
—Entonces, ¿tocarás de memoria? —cuestionó cómplice.
—Sabes que no.
Louis, satisfecho, esperaba la repuesta correcta, la que tantas veces había intentado inculcar en su cabeza cuando comenzó a darle sus primeras clases y a contaminar su mente con el germen del amor a la música.
—Como siempre me decías... tocaré de corazón.
De nuevo el silencio. Louis aguardaba con el arco preparado a escasos milímetros de las siete cuerdas. Sus piernas sujetaban firmes el cuerpo de la viola, su mano izquierda hacía lo propio con el mástil oprimiendo sus dedos sobre un par de trastes.
—Bien, Gilles, tú das la entrada.
El joven se mostraba totalmente concentrado, el veterano músico también, pasaron unos segundos inciertos, la espera para que entre su cerebro, su corazón y sus manos se crease la conexión necesaria para que de aquellos arcos, de aquellos dos cuerpos de madera, de la combinación de los dedos a la hora de buscar la presión propicia de las cuerdas, la música fuese invocada de nuevo.
Así es como llega la música. El arco, empujado por el brazo, se deslizaba inquieto sobre las cuerdas. Louis fue siguiendo atento las evoluciones y unos segundos después entró en escena el sonido de su viola. Los sones de los dos instrumentos se acoplaban en una sonoridad y una armonía perfecta. Sentados los músicos frente a frente con la mirada gacha, buscaban la máxima concentración, incluso alguno cerraba los ojos.