La madrugada era el único testigo de la obsesión.
En la penumbra de su despacho, iluminada solo por la luz de la pantalla, Michelle repasaba por enésima vez los informes. Los rostros de las víctimas le devolvían una mirada vacía, como si le exigieran respuestas que aún no podía darles. Las coincidencias eran débiles, hilos sueltos que se resistían a formar un patrón. Y sin embargo, algo dentro de ella sabía que estaba cerca, muy cerca.
Lucien apareció en silencio, como una sombra familiar. Llevaba dos tazas de café y una expresión serena, como si su presencia fuera tan necesaria como el oxígeno.
—No has dormido nada —dijo, sin reproche, mientras dejaba una de las tazas a su lado.
—No puedo permitirme el lujo de descansar. Hay un asesino ahí fuera, Lucien. Y cada hora que pasa es una condena para alguien más.
Él no discutió. No era su estilo contradecirla cuando la oscuridad la envolvía. En cambio, tomó asiento frente a ella, cruzó las piernas y la observó con esa intensidad que siempre lograba desarmarla.
—Déjame ayudarte a pensar —sugirió—. Eres la mente más brillante que conozco, Michelle, pero a veces, incluso las estrellas necesitan un telescopio para enfocarse.
Ella esbozó una sonrisa cansada.
—Eres demasiado bueno conmigo.
—No, amor. Solo soy el reflejo de lo que tú mereces.
El silencio se acomodó entre ellos, cómodo, denso, mientras Michelle desplegaba las fotografías de las escenas del crimen. Era como mirar versiones alternativas de sí misma: mujeres jóvenes, madres, con historias inconclusas. La herida de su infertilidad latía con cada rostro.
—El asesino no elige al azar —reflexionó en voz alta—. Hay un patrón, aunque esté bien oculto. Todas son madres, sí, pero debe haber algo más.
Lucien observaba las imágenes con aparente objetividad. Pero en su mente, cada fotografía era un trofeo cuidadosamente elegido. Cada muerte, una ofrenda silenciosa.
—¿Qué tal si no buscas conexiones personales, sino emocionales? —sugirió, con voz suave—. Lugares donde esas mujeres se sintieron vulnerables. Espacios donde bajaron la guardia.
Michelle lo miró, intrigada.
—¿Como centros médicos, grupos de apoyo, actividades escolares?
Lucien asintió.
—O algo tan simple como una cafetería habitual, un parque. A veces, las víctimas comparten rutinas sin saberlo.
Era una pista válida. Michelle la anotó de inmediato. Él la estaba guiando, como siempre. Como siempre había hecho.
—No sé qué haría sin ti, Lucien.
Él sonrió, pero en sus ojos no había satisfacción. Solo un brillo oscuro, contenido, que ella nunca había sabido leer.
Las siguientes horas transcurrieron en una espiral de entrevistas, registros y cámaras revisadas. Michelle rastreó patrones de desplazamiento, localizaciones comunes. Y en medio del tedio, surgió la primera coincidencia sólida: un pequeño café en el centro, discreto, frecuentado por al menos tres de las víctimas.
El corazón de Michelle se aceleró.
—Lucien, lo encontré. Es un punto en común. Tal vez no sea el único, pero es un inicio.
Lucien la observó con una mezcla de orgullo y melancolía.
—Eres incansable, Michelle. Es imposible no admirarte.
Ella sintió un nudo en la garganta. Había pasado tanto tiempo luchando, sosteniéndose sola, que a veces olvidaba lo que significaba tener a alguien a su lado de verdad. Y Lucien estaba siempre ahí. Siempre.
—Voy a ir a ese café mañana. Quiero hablar con los dueños, revisar las grabaciones, si existen.
—Iré contigo —afirmó Lucien, sin aceptar réplica.
Michelle asintió. En el fondo, le aliviaba no enfrentar sola el vacío de esas sillas ocupadas por fantasmas.
El café era modesto, acogedor, con ese aroma a hogar que hacía olvidar las miserias de la ciudad. Michelle recorrió el lugar con la mirada, imaginando a las víctimas en aquellas mesas, sonriendo, charlando, ajenas al destino que las aguardaba.
El dueño, un hombre mayor de trato amable, confirmó las visitas habituales de las mujeres. Pero más allá de eso, no aportó datos relevantes. Las cámaras de seguridad habían dejado de funcionar meses atrás, una casualidad que a Michelle le supo a derrota.
—No podemos rendirnos por un muro más —murmuró Lucien, tomando su mano con delicadeza—. Cada obstáculo es solo una oportunidad para ver más allá.
Ella lo miró, agradecida. Su calidez era un bálsamo. En medio de la cacería, era fácil olvidar que seguía siendo humana.
—Gracias, Lucien. Gracias por no soltarme.
—Nunca lo haré, Michelle. Jamás.
Sus dedos entrelazados eran una promesa silenciosa. Una que ella no dudó. No podía dudar.
De regreso en casa, la tensión cedió por un instante. Michelle se dejó caer en el sofá, exhausta. Lucien se sentó a su lado, rodeándola con un brazo, atrayéndola hacia su pecho.
—Recuerda quién eres, Michelle. La mujer que desentraña mentiras. La que nunca se detiene ante la oscuridad.
—¿Y si esta vez no basta? ¿Y si él es más hábil de lo que puedo imaginar?
Lucien la besó en la frente, con esa ternura que le resultaba casi dolorosa.
—Entonces seremos dos contra su sombra. Y te prometo que la luz prevalecerá.
Michelle cerró los ojos, dejándose acunar por esa voz. Y por un instante, solo un instante, creyó en ese futuro donde todo estaría bien.
Lucien la sostuvo en silencio.
Y en su mente, ya planeaba su próximo movimiento.
Porque el asesino siempre va un paso adelante.
Y él nunca dejaba de amar.
A su manera.