Silencio Mortal

Capítulo 11: La última promesa

El eco de las pisadas resonaba en el pasillo como un reloj de arena derramando sus últimos granos de tiempo.

La cárcel no era un lugar diseñado para el arrepentimiento. Allí, la podredumbre no se redimía: se aceptaba. Y Lucien Blake, el hombre que había sostenido a Michelle en cada caída, ahora era solo un número en un registro, una estadística en los informes, una sombra más en aquel laberinto de hierros y ladrillo.

Pero en su mente, él seguía siendo esposo. Amante. Protector.

Cada mañana, al despertar en aquella celda de tres metros por dos, se permitía unos segundos de olvido. Cerraba los ojos y, por un instante, podía sentir la textura del cabello de Michelle entre sus dedos, podía escuchar su risa baja cuando le servía el primer café del día. Esos recuerdos eran su única certeza. Su ancla.

Lo que los demás llamaban culpa, él lo llamaba amor.

—Hora de caminar, Blake.

El guardia era un hombre corpulento, de voz áspera y mirada opaca. No era diferente a los demás, pero Lucien lo saludaba cada día con una cortesía imperturbable.

—Gracias, oficial. Un día más es un día menos.

La rutina era sencilla: patio, comida, patio, celda. Pero Lucien vivía cada momento con la meticulosidad de un ritual. No porque esperara redención, sino porque cada paso era, en su mente, un tributo silencioso a Michelle.

El resto de los reclusos lo evitaban. No porque fuera peligroso —aunque lo era— sino porque la serenidad de su locura resultaba insoportable. Un hombre que podía mirar la vida con esa calma después de lo que había hecho era, en esencia, inalcanzable.

Pero aquel día era distinto.

Ramírez esperaba en la sala de visitas.

El encuentro era inevitable.

El rostro de Ramírez estaba marcado por las ojeras, la barba desordenada, los surcos que solo el peso de la culpa y la impotencia podían tallar.

—Lucien —dijo, como si pronunciar su nombre fuera un acto de violencia.

—Detective Ramírez. Qué honor tenerlo aquí.

El sarcasmo no era necesario, pero la cortesía de Lucien era un manto que cubría todo.

—No vengo a intercambiar cortesías. Vengo a darte lo que querías.

Lucien ladeó la cabeza, intrigado.

—¿Y qué es lo que quiero, según tú?

Ramírez arrojó sobre la mesa un sobre manila. Dentro, fotografías. Michelle, en sus momentos más humanos: riendo con sus compañeros, con un café entre las manos, caminando bajo la lluvia.

—Esto es lo que destruiste —escupió Ramírez—. No las víctimas. No los cuerpos. Esto.

Lucien deslizó las fotografías entre sus dedos con una reverencia que no fingía.

—Ella sigue viva —dijo, con voz baja—. Aquí. Y aquí —se tocó el pecho—. No me la has quitado.

Ramírez golpeó la mesa, los nudillos enrojecidos por la furia.

—Ella te amó. Te defendió. Te creyó.

—Y yo la amé más de lo que este mundo entiende —respondió Lucien, sin inmutarse—. ¿Qué es el amor, Ramírez, sino el acto de llevar a alguien al límite de lo imaginable? Lo que tú llamas destrucción, yo lo llamo devoción.

El silencio cayó como un telón pesado.

Finalmente, Ramírez se levantó.

—Espero que te pudras aquí dentro. Solo así Michelle podrá descansar en paz.

Lucien sonrió, pero en sus ojos había un resplandor triste.

—Michelle descansa donde yo la llevo cada día. Aquí. Donde nunca podrán separarnos.

El guardia lo escoltó de regreso a su celda.

Y en ese recorrido, Lucien entendió que la última promesa que le había hecho a Michelle seguía intacta: jamás la dejaría sola.

Esa noche, la celda era un santuario.

Lucien se sentó en la litera, extrajo de su bolsillo un pequeño objeto envuelto en tela: el colgante que una vez le había regalado a Michelle, con la inscripción desgastada por el tiempo.

"Eres más fuerte de lo que crees."

Lo sostuvo entre los dedos, lo observó con la intensidad de quien mira un relicario sagrado.

—Te fallé, Michelle —susurró—. O tal vez no. Tal vez este era el único final posible.

El silencio le respondió con la misma neutralidad de siempre.

Pero esa noche, Lucien no durmió.

Repasó, una a una, las promesas hechas y las promesas rotas.

Repasó los rostros de las mujeres que había asesinado, no con orgullo, sino con una melancolía que solo el amor obsesivo puede producir.

Porque en su lógica retorcida, cada acto había sido una flor más en la corona fúnebre que ofrecía a Michelle.

A la mañana siguiente, el guardia encontró a Lucien colgado de la litera, el colgante de Michelle apretado en su mano, sus labios aún curvados en una sonrisa.

No dejó carta.

No dejó explicación.

Porque para Lucien, ya estaba todo dicho.

Era su última promesa.

Y la había cumplido.

A su manera.

En la comisaría, cuando Ramírez recibió la noticia, solo se permitió cerrar los ojos durante unos segundos.

No dijo nada.

No sintió alivio.

Porque la muerte de Lucien no le devolvía a Michelle.

Pero sí cerraba un círculo.

Un círculo hecho de amor, obsesión y muerte.

Un círculo que, finalmente, había devorado a sus protagonistas.

En los registros oficiales, la historia de Michelle D'Arlan se resumiría en pocas líneas.

Detective. Víctima. Mujer.

Pero en la memoria de quienes conocieron su historia, su nombre resonaría con la fuerza de las tragedias inevitables.

Y entre esas memorias, en algún rincón donde la justicia y el amor se difuminan, seguiría latiendo la última promesa de Lucien.

Una promesa cumplida.

Un amor eterno.

Por encima de todo.




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