Por segunda vez consecutiva no hubo despedida. No hubo un apretón de manos, una mirada o tan siquiera una palabra cordial. Solo agarró su pesada mochila (la cual cerró con apuro) y se marchó dando pasos agigantados.
— ¿En serio crees que Laura es el amor de tu vida, la mujer con la que deseas pasar el resto de tus días? –preguntó Juan sorprendido, saliendo de uno de los salones cercanos en el que se había escondido temporalmente–.
Juan se había escondido, a mi pedido, tras la puerta del salón próximo al nuestro, debido a que prometió acompañarme a recibir la siguiente pista y emprender el próximo reto. Como ambos no queríamos que Laura lo viera (pues la relación entre ambos no era la más cordial y afectiva que digamos, debido a ciertos roces), lo mejor fue que no notara su presencia, con el único fin de evitar estar inmersos en algún tipo de escándalo público.
Dejando de lado esos pequeños inconvenientes, él se había mostrado muy entusiasmado en ayudarme. Como casi había olvidado lo que se sentía cometer una locura por amor, tenía muchas ansias de volver a rememorarlo.
— El amor no es perfecto, ¿no? –dije pensándolo un poco antes de decirlo–.
— Pero tampoco es tan masoquista como lo haces ver tú...
— ¿Quieres que te recuerde lo que sucedió la última vez con Emily?
— Caso cerrado...
— Las lágrimas que derramaste intempestivamente cada tarde en algún bar...
— Ya.
— La pelea en aquella fiesta que tuviste con su nuevo enamorado. Por cierto, fuiste a parar medio muerto en el hospital ese día...
— Será mejor que leas lo que dice ese bendito pedazo de papel, amigo mío, antes que me exaspere...
Yo tenía una ventaja con respecto al resto de mis amigos: conocía todos sus puntos fuertes y débiles, sus virtudes y defectos. Si ellos querían burlarse de los míos, yo les respondía diez veces más fervorosamente.
— ¿Y...? –preguntó con mirada de ansiedad, mientras yo me había quedado como perdido–.
Reaccioné rápidamente.
Desenvolví aquel papel que estaba imperfectamente doblado cuatro veces y alcancé a descifrar los jeroglíficos que allí permanecían escritos:
"Para el corazón de una princesa poder cautivar,
El tuyo primeramente debes abrigar”.
— ¿Princesa? –exclamó Juan con una sonrisa pronunciada–. A estas alturas del cuento se asemeja más a la bruja malvada que a otra cosa.
— Emily...
— Ok, ok, concentrémonos –respondió muy inquieto –. Así que se trata de la vestimenta...
— Vaya que lo descubriste Sherlok Holmes.
— Ja. Eso quisieras. Por otro lado, conozco el lugar perfecto para dejarte vestido a la moda.
— ¿En serio?
— Esta vez ella quedará embelesada con tanta pinta que te llevarás hermano, te lo prometo.
— Tampoco quiero llegar a vender un riñón, un hígado o algo así...
— ¿Quién ha dicho que debes gastar más de lo suficiente para verte y sentirte elegante?
— Tú... Indirectamente, por supuesto.
— La elegancia, amigo mío, cuesta, es cierto; pero podemos encontrar muchas cosillas interesantes por ahí a un precio razonable.
— ¡Razonable! Claro... –concluí con un gesto de preocupación–.
Tuve razón. Esto más allá que convertirse en el inicio de una aventura épica, era el comienzo de una horrible pesadilla.