Melancólica, bajé la escalera de caracol acompañada del eco de mis doradas sandalias de tacón bajo resonando por la escalera, estuve a punto de cambiarme, pero el calor abrasador del día me animó a salir de mi habitación con mi vestido de chiffon blanco, suave y ligero. Caminé sin rumbo hasta percibir a Julien, estaba frente a mí con los brazos cruzados sobre su pecho, tenso y serio. Su uniforme, tipo soldado negro, junto con sus armas atadas a lo largo de sus piernas no presagiaban nada bueno. De mala gana, me acerqué a él.
—¿Has comido algo en esos últimos días?—me regañó Julien.
—Buenos Días, Nina. ¿Cómo estás? Tanto tiempo, un gusto volver verte de nuevo….—contesté sarcásticamente.
—No estamos de bromas Nina…
—¡No, en efecto Julien! Que tengas un mal día no es culpa mía, y no es razón para ser grosero conmigo.
—¿Grosero? ¡Yo! ¡Contigo! Es el colmo, solamente me has traído problemas. Yo tenía un excelente día hasta que me dijeron que tenía que entrenarte. Y no he tenido un mal día, es tu entrenamiento que me preocupa. Ahora repito, y me vas a contestar, ¿has comido algo estos últimos días?
—No ha sido fácil, y si mal no recuerdo eres tú quien quería ponerme a dieta —lo acusé apuntándole con el dedo.
—A dieta sí, sin dejarte morir de hambre. Vamos nos está esperando.
—¿Quién?
—François.
—No, no quiero ir.
—Mira Nina, deja de quejarte como una niña y lucha. No sobrevivirás si no te cuidas. No puedo hacerlo por ti, nadie puede hacerlo por ti. ¡Me estás escuchando! Ni siquiera te importa lo que te digo. ¡Mírame! —me gritó Julien, agarrándome y sacudiéndome—. Morirás, ¿entiendes?
—¡Y crees que me importa! —grité empujándolo—. No tengo a nadie, ¡nadie! Justo cuando tenía a mis abuelos me los quitaron, tenía mi… me quitaron todo, ¿por qué habría de luchar? Para vivir en ese castillo endemoniado. Es una maldición estar aquí, ser de ustedes. ¡Yo no pedí estar aquí, Ustedes me trajeron!
—Así que la vida no tiene ningún valor para ti —dijo Julien letalmente.
—No en estas circunstancias.
—Las circunstancias cambian, Nina. La vida cambia, y la esperanza sigue —Julien indago en la mirada de Nina. Y lo que vio no pareció gustarle—. Vámonos, vamos a la piscina, y vamos a ver si no tienes ganas de vivir.
—¿Cómo a qué te refieres?
—Cállate y camina.
A rastras, Julien me hizo atravesar los senderos de la propiedad. El ardor del cuero entrando en mi piel arriba del talón de mi pie era apenas aguantable. Justo hoy tenía que estrenar mis zapatos nuevos. Y justo hoy, Julien tenía que comportarse como un bastardo. Harta, me quedé metros detrás a propósito y para la mayor frustración de Julien. —Vas muy rápido y me cuesta seguirte —espeté ya harta.
—Camina.
—Me gustaría pero con esas sandalias es casi imposible, si me hubieras avisado estaría con unos vaqueros y unas tenis.
—Sube —dijo Julien gruñendo.
—¿Sube a dónde?
—Sobre mi espalda, te cargaré, además falta muy poco.
—Estás bromeando, verdad.
—Como quieras —dijo indiferente, y siguió con su camino.
Enseguida me arrepentí, mis pies me dolían pero por orgullo preferí morderme la lengua y seguir callada, aguantando hasta llegar a una estructura grande y rectangular.
—¿Qué es eso? —pregunté enseñando con la barbilla la construcción a la par.
—Es la piscina.
—¿La piscina? ¿Y qué hacemos aquí? Yo sé nadar, y muy bien. Además no estoy vestida.
Julien me observó y palideció; sin contestar me abrió la puerta.
En silencio, entramos y después de pasar varias puertas de madera azules, alcanzamos la piscina. François estaba justo al frente muestro, al otro lado con una sonrisa que no podía presagiar nada bueno.
—Sé fuerte, Nina. No dejes que François te vea flaquear, o te destruirá —susurró Julien a mi oído.
De forma sutil asentí con la cabeza y sin prisa nos encontramos con François.
—¡Aquí estás! —exclamó François contento.
De inmediato, supe que la alegría mezclada con la excitación del hombre al frente mío solo podía significar un reto igual de espectacular que la sonrisa del señor de la casa. A la defensiva, me detuve sin responder al saludo de François, y por lo visto, Julien tampoco.
La soltura de François era tan expresiva que podría engañar a cualquier persona desconocida. Pero no a mí; no, sabía muy bien lo que era él, todos lo sabían, inclusive el mismo François. Ese ser despreciable ya ni buscaba ocultarse, más bien se enorgullecía de su original e incomparable personalidad. Para un narcisista como él estar en su presencia era un regalo especial. Y en mi mente, una sola palabra resumía el individuo que se llamaba ahora el Patriarca: veneno.
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Editado: 09.12.2018