La luz de la lámpara de mesa refleja mi rostro apagado en la pantalla de mi notebook. Las ojeras pronunciadas por un insomnio que no me deja en paz, desde hace unos cuantos días, comienzan a ser parte de mi máscara cotidiana. Llevo ambas manos a mi rostro, apretando mis mejillas. Cansada, agotada mentalmente. Cierro los ojos un momento, como si de esa manera pudiera calmar mis pensamientos más tristes.
—«¿Otra vez lo mismo?»
Su voz me asusta por un instante obligándome a abrir los ojos y a observar su reflejo detrás mío, sentado en la cama mientras me escruta con la mirada. Avergonzada, porque de nuevo me ha encontrado luchando contra mis demonios, no puedo sostenerle la mirada más que unos cuantos segundos.
—Perdón... —susurro.
—«¿Por qué te disculpas? No es conmigo con quien tienes un problema justo ahora». —Su voz se oye tan triste que me estruja el corazón. Sé que odia verme de esta forma, lo odia tanto como yo.
—Lo sé, pero al final siempre te arrastro conmigo. —No necesito más palabras para que mi voz se quiebre y mis ojos se vuelvan pequeñas piscinas rebalsadas de agua. Las lágrimas fluyen tan deprisa que en poco tiempo las teclas de la notebook comienzan a mojarse.
—«Explícame, porque no logro entenderlo. Hace días que te veo autoflagelándote con tus propias miradas al espejo, escupiendo puras palabras de odio sobre ti, tu aspecto, tu inteligencia, tus ganas de vivir. No lo entiendo. ¿No importan todas las cosas bonitas que yo pienso de ti? ¿Todas las cosas que me encargo de decirte para que te ames, aunque sea un poquito más que ayer? La perfección no existe, tampoco pretendo que lo seas. ¿Por qué entonces eres tan dura contigo cuando nadie más lo es? No puedo verte así. Me destruye verte de esta manera y lo peor es saber que no pones ni una pizca de tu parte porque, según tú, siempre has sido así».
Duele, duele demasiado oír su voz tan triste, pero tiene tanta razón que no soy capaz de decirle demasiado. Mis manos se vuelven el refugio de mi llanto cuando oculto parcialmente mi rostro enrojecido e hinchado por las constantes lágrimas. El dolor de cabeza es insoportable, consecuencia de mi estado actual.
—¿Por qué estás conmigo si te hago tan mal?
Chasquea la lengua, enojado, devastado por mi pregunta tan rutinaria.
—«¿Por qué eres así? Yo solamente quiero que seas feliz. Te amo, por eso estoy contigo. Porque confío en ti».
Sus preciosas facciones se deforman un poco cuando las emociones le ganan y llora. Cansado, sintiéndose responsable de una felicidad que no debe cargar en sus hombros porque no le pertenece, pero que sabe que si no lo hace nadie más luchará por ella.
—«Si no quieres hacerlo por ti, al menos hazlo por mí porque yo ya no puedo solo. Sé que es egoísta pedírtelo, pero es que ya no sé qué hacer. Cada día te apagas más, no me dices lo que te pasa, dejas de hablarme, te encierras en tu propia tristeza y es como si yo no existiera. Como si fuera totalmente ajeno a tu dolor y no es así. Yo sufro al ver cómo te destruyes y no te importa ni un poco».
—Perdón... —murmuro.
Él se levanta de la cama y se acerca a mí, rodeándome con sus brazos desde atrás para apretarme en un abrazo protector. Esconde su rostro en mi cuello y deja cortos besos en mi piel, cerca de una de mis orejas.
—«Perdónate tú por ser tan dura contigo y no ver lo hermosa y valiosa que eres».
Tal vez nunca pueda entender por completo lo que pasa por mi cabeza cuando me odio tanto que no puedo siquiera sonreír, pero sé que siempre intentará acompañarme hasta en mis peores días.