Seguramente todo el mundo olvida algo a lo largo de su vida, un nombre, una dirección, un número de teléfono o a alguna persona. Es un fenómeno bastante común, un lapsus, una equivocación. Es algo normal, me repito. Dejar la estufa encendida o las llaves en la puerta, ese tipo de eventos a cualquiera pueden pasarle, pero sin dudas no es normal lo que a mí me sucedió.
El día después de mi regreso a casa, junté valor suficiente para mirarme en el espejo y pude reconocer el miedo y la frustración en unos ojos de un celeste tan claro que parecían grises e identifiqué como los míos. Los ojos fueron lo único que no había cambiado en ese rostro que me resultaba extraño. Bueno, no era del todo extraño, en parte seguía reconociéndome a mí misma o por lo menos a una parte de mí. No solo mi rostro había cambiado, también mi cuerpo, la casa y la gente me resultaban extraños.
Cerré mis ojos para contener las lágrimas. Ya había llorado suficiente y no me había servido de nada hasta ahora. Necesitaba saber qué había sucedido, cómo había pasado aquello y por qué entre tanta gente me tenía que ocurrir a mí.
Me sentía atrapada en una pesadilla. No podía creer que mi papá ya no estuviese, no podía creer que yo ya no fuese yo misma y que el mundo continuase tan igual y tan diferente al mismo tiempo.
Decidí apartarme de mi aterrado reflejo que tan solo lograba hacer que me sintiese más confundida. Me dejé caer sobre la cama y el colchón se hundió debajo de mi peso. Por lo menos la habitación seguía siendo igual. Después de todo, habían decidido conservar aunque fuese solamente aquello, mientras todo lo demás había cambiado tan vertiginosamente.
Bueno, quizá para los demás el cambio había sido más paulatino, más llevadero, más lento, más normal, pero no para mí. Tan solo un parpadeo había bastado para olvidar los últimos diez años de mi vida. Simplemente se habían esfumado, se habían perdido, algo o alguien me los había arrebatado.
Hice el vano intento de tratar de despertarme por enésima vez. Me dolía la cabeza y estaba abrumada. Me mordí el labio y una vez más incumplí la promesa que me había hecho a mí misma de dejar de llorar. Qué más daba, al fin y al cabo nadie podría culparme por hacerlo. Necesitaba averiguar qué me había pasado, quería recordar algo, encontrar alguna pista, algún recuerdo, lo que fuera.
Ayer, el despertador me había hecho saltar de la cama, me había cambiado y bajado a desayunar con mis padres. Recordar a papá hizo que se me hiciera un nudo en la garganta.
Aquel día me despedí de ellos y partí hacia el colegio. Faltaban dos días para la fiesta de egresados. Recuerdo haber pensado que sería lindo organizar una salida con mis amigas para comprar bonitos vestidos para la graduación. Al año siguiente iríamos a diferentes secundarias. Seguramente ellas así lo habían hecho.
Caminé unas cinco cuadras, estaba a mitad de distancia entre mi casa y la escuela. Entonces, creo que fue ahí cuando ocurrió. Hacía calor y el sol brillaba alto en el cielo, a pesar de que era bastante temprano. Me bajó un poco la presión y se me nubló la vista, pero no recuerdo haberme desmayado. Se me revolvió el estómago y me sentí mareada, eso fue todo. Aun así, una leve sensación de que algo no iba bien me recorrió el cuerpo y decidí volver a casa.
No me di cuenta del momento exacto en el que sucedió, pero noté que ya no llevaba la mochila conmigo. Mi corazón dio un salto. Cómo había podido perder la mochila que llevaba puesta, cómo no había notado que se me cayó. Hice acopio de todas mis fuerzas para obligarme a respirar y toqué el timbre de casa. Cuando mi mamá abrió la puerta, fui apenas consciente de que todo iba realmente mal.
Cuando me vio se puso pálida, realmente pálida, como si hubiese visto un fantasma. Yo era efectivamente un fantasma. Me envolvió entre sus brazos con tanta fuerza que sentí que me cortaba la respiración. No entendía qué le sucedía.
—Mamá... ¿Qué haces? —dije e intenté librarme, pero me abrazó con más fuerza.
—Leda, ¿dónde estabas?
Dónde estaba, pero si no hacía ni diez minutos que había salido de casa. De qué rayos estaba hablando mi mamá.
—No me sentí bien y por eso regresé —atiné a responder, creyendo que había formulado mal su pregunta—. Creo que perdí la mochila.
Rompió el abrazo. Noté que su rostro estaba cubierto de lágrimas. Me agarraba los brazos firmemente mientras me miraba a la cara. Entonces, noté que su rostro había envejecido.
Fruncí un poco el ceño y pregunté:
—¿Qué está sucediendo?
—Leda, yo creí que... Pensamos que habías... Después de un año te hicimos un funeral.
Forcé una risa, era una broma de mal gusto. No podía ser de otra manera.
—Leda, no es gracioso. ¿Dónde estuviste todos estos años?
—¿Años?, pero si salí hace apenas diez minutos —agregué con un hilo de voz. En su mirada podía ver que estaba hablando enserio—. No comprendo.
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Editado: 05.06.2020