Escuchar la voz de su hermano fue lo mejor que le ocurriera en siglos. Lo puso al tanto de su situación y de su plan de ir al pueblo en tres o cuatro horas.
—Te llamaré cuando llegue.
—Tendrás que buscar dónde pasar la noche, porque no puedo ir por ti ahora. Nos advirtieron que los caminos están anegados.
—No te preocupes, te aguardaré allí.
—Espero que no te aburras, porque te estás perdiendo toda la diversión aquí. Jo trajo a Fay y varias amigas más, y estamos de fiesta desde que llegaron.
—Hijos de perra —rió Jay—. Dile a esas chicas que espero una bienvenida apropiada. —Vio venir a Silvia y agregó:— Hablamos luego.
—Cuídate, bastardo.
Jay cortó y le tendió a Silvia su café con una gran sonrisa, contándole las novedades.
Ella demoró un momento en responder, porque acababa de descubrir que sus ojos eran de un azul claro y brillante como agua.
—¡Excelente, Jay! ¡Pronto te pondrás en camino!
—¡Sí! ¡Cuesta creerlo! —Jay se interrumpió frunciendo el ceño—. Aguarda. ¿Te pondrás? Querrás decir nos pondremos en camino.
—¿Qué? Oh, no, gracias. Necesito llegar a Fargo. Eso es en dirección opuesta al pueblo.
—¿Y qué? ¿Te quedarás aquí sola todo el día, rezando para que mañana vuelva a haber ómnibus?
—Eso es exactamente lo que planeo hacer.
—¡Vamos! No puedo dejarte aquí. ¿Qué ocurre? ¿Quieres que te ruegue?
—No seas tonto.
—¿Entonces?
Silvia suspiró. —Antes muerta que volver al pueblo.
Jay desvió la vista malhumorado. —Como gustes —gruñó.
Ella sonrió y llevó su toalla de mano y su cepillo de dientes a su mochila. Y su sonrisa se acentuó cuando lo escuchó hablar tras ella.
—Ya sé que dijimos sin preguntas personales, pero, ¿qué puede haberte ocurrido allí, tan terrible que no puedes regresar?
Silvia suspiró, aún dándole la espalda. Había sabido que tendría que explicarse tan pronto se negara a ir con él, y buscaba la mejor manera de hacerlo.
Pero no había una mejor manera. La respuesta era una sola.
De modo que se quitó la chaqueta y fue a pararse ante el sofá en silencio. Jay alzó la vista con gesto interrogante al verla aflojar su bufanda, y se retrepó en su asiento cuando ella bajó el cuello alto de su sweater, revelando el cardenal en torno a su garganta. A continuación se alzó la manga izquierda, y luego descubrió sus costillas del mismo lado, por encima de la cadera.
—¿Qué mierda? —masculló Jay—. ¿Qué te sucedió, mujer?
Silvia volvió a ponerse la chaqueta y encendió un cigarrillo, rodeando el sofá hacia los ventanales tras él. De pronto ya no sentía vergüenza, ni dolor. Sólo irritación. Allí estaba. Había sucedido. Pero había acabado y nunca volvería a ocurrir.
Tras ella, Jay se giró en el sofá, aún digiriendo lo que acababa de ver.
—¿Quién te hizo eso? —insistió—. ¡Dímelo!
—¿Para qué? —respondió Silvia con suavidad, mirando hacia afuera.
Jay flexionó el brazo sobre el respaldo del sofá, aguardando una verdadera respuesta. Ahora comprendía por qué la había hallado llorando así. Pero ya no comprendía su buen humor más tarde.
Silvia mantuvo un tono sereno, distante, que lo desconcertó. ¿Le faltaban dulces en el jarro? ¿O estaba habituada al abuso?
—Su nombre es Pat Murphy y se mudó aquí hace dos años, pocas semanas antes de que nos conociéramos en la Patagonia. Vivo en una ciudad turística y él fue allí de vacaciones. Cuando se marchó, permanecimos en contacto por internet. Volvimos a encontrarnos siete meses después en Buenos Aires, y pasamos otra semana juntos. —Se encogió de hombros—. Siempre me pedía que viniera a pasar un par de semanas con él aquí, en su rancho, y acabé aceptando. Como estaba haciendo reparaciones allí, rentó una casa en el pueblo para que nos alojáramos juntos.
Jay desvió la vista mientras ella hablaba, pensando en su propia madre. El padre de Sean había sido un alcohólico con tendencia a tornarse violento, y su propio padre era un golpeador serial. Él y su hermano habían aprendido de muy pequeños a lidiar con el silencio obstinado de su madre, demasiado orgullosa para admitir su debilidad y buscar ayuda.
—Él es el hijo de puta que te hizo esto —gruñó—. Por eso no quieres regresar.
Igual que su madre. Media vuelta y correr hacia la salida más cercana. Mudarse a otro pueblo, otra ciudad, otro estado. Simplemente marcharse. Le había llevado muchos años comprender que se trataba de instinto de supervivencia y no de cobardía. Darle la espalda al monstruo era como quitarle un poco de su poder. Reducía sus oportunidades de volver a hacer daño.
—¿Qué sucedió? ¿Cómo llegaron a esto?
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Editado: 15.08.2023