Después de cambiar de posición mientras hablaban, o pararse y caminar un poco, volvieron a sentarse juntos para un lujoso almuerzo de snacks y refrescos de las máquinas expendedoras. Entonces Silvia retrocedió a su extremo del sofá y se hizo un ovillo allí, observando a Jay mientras él hablaba.
Quería recordar tanto como pudiera de él. Porque de una forma desprovista de todo dramatismo, la había salvado. Su compañía le había permitido dar el primer paso para dejar atrás lo que le ocurriera. Le había dado qué pensar y qué recordar en su largo camino a casa, algo que no fuera el violento episodio que destruyera sus sueños para siempre.
Jay le palmeó las piernas con el dorso de la mano y señaló sus propias piernas. —Ven, apoya tus pies aquí antes que se te entumezcan las rodillas.
—¿Qué?
La sonrisa de Jay hubiera podido derretir un iceberg para salvar al Titanic. En cinco minutos.
—Vamos. Ya hemos dormido juntos, ¿no? No hace falta que te pongas tímida.
Silvia rió por lo bajo e hizo lo que él decía. Conversaron otra media hora, Silvia con los pies sobre las piernas de Jay, discutiendo algo ligero como el giro que estaba dando todo el mundo hacia el populismo, de izquierda o de derecha dependiendo de la región. Hasta que Jay se reclinó contra el respaldo, ambas manos tras su nuca, y le sonrió al techo.
—¿Te has decidido ya? ¿Vendrás conmigo?
—Gracias, Jay, pero prefiero quedarme aquí —respondió ella con suavidad—. Estaré bien.
—Lo sé. Sólo que no me parece necesario que pases el resto del día y otra noche sola aquí, como una maldita vagabunda, sólo por orgullo. —Como para subrayar su desacuerdo, le palmeó los pies para que los bajara y se incorporó—. Voy al baño. Piénsalo, ¿de acuerdo?
Se dirigió a los sanitarios sin prisa, preguntándose qué demonios le importaba. Ella no era nadie. Apenas si recordaba su nombre (Carmen, ¿no?). Era sólo un capricho suyo. Un capricho sensato, por increíble que sonara viniendo de él. Pero nada más.
En realidad, era más una competencia de orgullo. Una que él seguía perdiendo, esta fan que lo miraba sin verlo. Y sin el menor rastro de deseo. Más bien todo lo contrario. Al extremo que prefería quedarse allí sola, en vez de aprovechar la oportunidad de pasar la noche con quien acababa de llamar uno de los hombres más atractivos del mundo.
Se lavó las manos sonriéndole a su propio reflejo.
De ninguna manera.
Nadie le decía que no.
Especialmente si se trataba de una mujer.
Ignorante de su tonta apuesta privada, Silvia había regresado a pararse frente al ventanal. Jay arrojó su gorra en el sofá y se acercó a ella por detrás, para echarle los brazos en torno a su pecho y descansar la mejilla contra la de ella.
—¿Vendrás conmigo? —susurró en su oído.
Silvia se envaró y ladeó la cabeza hacia el otro lado, pero los brazos de Jay la estrecharon cuando intentó apartarse.
—Suéltame, Jay —gruñó, aunque no intentó rechazarlo de forma más terminante.
La voz de Jay era terciopelo acariciando su piel. —Imagínate: un bonito cuarto de hotel, una buena ducha caliente, una cena sabrosa, una cama mullida. Y yo.
Silvia rió por lo bajo intentando disimular un escalofrío. Jay sonrió. Al fin y al cabo no era de piedra.
—Acaba ya, Jay. ¿Por qué insistes?
—Porque sí. —Los labios de Jay rozaron su oreja y la sintió volver a estremecerse. Se suponía que su cretino interior comenzaría sus vacaciones esa misma mañana, pero la situación resultaba irresistible.
Nadie le decía que no.
Silvia trató de sacudirse los brazos de Jay de encima y alejarse de él. Por desgracia, estaba demasiado cerca del ventanal. Acabó con la espalda contra el frío cristal, su cara a centímetros de la de Jay. Él apoyó las manos a cada lado de su cabeza para evitar que se apartara, sus labios delgados fruncidos en una sonrisita burlona e invitante a la vez.
Silvia se preguntó por qué montaba todo aquel teatro, si era tan evidente que no quería nada con ella. Y aun en la dimensión alternativa en la que él estuviera interesado en ella, no precisaría tanto juego, porque la había conquistado con su primera sonrisa la noche anterior.
Vio los ojos claros como hielo resbalar hacia sus labios al tiempo que ladeaba apenas la cabeza. ¿Qué diablos? Ahora podía sentir el aliento de Jay sobre su piel.
—Di que sí —susurró él como si ronroneara—. Di que vendrás conmigo.
En un despliegue titánico de fuerza de voluntad, Silvia se las compuso para fruncir el ceño. —¿Qué diablos haces, Jay?
—Dilo. —Su sonrisa se acentuó—. Sabes que puedo empujarte a hacerlo.
Se inclinó un centímetro más mientras hablaba, para cerrar su boca casi contra la de ella.
Sabía que había ganado. Silvia luchaba por respirar normalmente, y la mirada que dirigió a sus labios eran las pruebas A, B y Z.
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Editado: 15.08.2023