Encontró a Jay ya vestido, filmando el caos que hicieran de la habitación durante la noche. Volteó hacia ella con el teléfono, pero Silvia se cubrió la cabeza con una toalla, ocultando su cara. De camino a su equipaje, le soltó sobre el teléfono la camiseta que le prestara.
—¿Tú no te ducharás? —preguntó, revolviendo su bolso en busca de ropa interior limpia.
—Estoy a dos horas de un hidromasajes. —Jay quitó la camiseta de su teléfono—. Mierda, apesta, quédatela tú.
Jay sabía que ella no había reparado en el logo de su banda estampado en la camiseta, y quería que la conservara y lo descubriera luego. Un pequeño recuerdo. Ella la atrapó en el aire y la arrojó en la bolsa que contenía su ropa usada. Cuando giró para ponerse la ropa interior, él notó por primera vez el discreto tatuaje bajo su hombro izquierdo. Un símbolo y una pluma.
—¿Chino? —inquirió, tocándolo.
—Japonés —respondió ella abrochándose los jeans.
—¿Qué significa?
Silvia oyó el sonido de la cámara del teléfono y le dirigió una mirada fulgurante por encima de su hombro. Sí, acababa de tomar una foto de su tatuaje, de regreso a su talante de muchachito malcriado.
—¿Qué significa? —repitió Jay, aún apuntándola con el teléfono.
Ella resopló pero explicó: —Es el kanji ten. Significa cielo. No el cielo azul sobre nuestras cabezas, eso es sora. Ten es el cielo donde está Dios. Se me ocurrió que si iba a llevar algo grabado en mi piel por el resto de mi vida, lo mejor era elegir algo en lo que realmente creo.
—Tiene sentido —dijo él, corriéndose para pararse tras ella. Sí, ahí estaba, el tatuaje y la línea de su cuello y su hombro—. No te muevas.
Tomó la fotografía justo a tiempo, porque ella lo apartó como si espantara moscas.
—Ya, suficiente. ¿Qué te ha dado de pronto por tomar fotos?
—Oh, es que me gusta recordarlo todo.
—¿Y no confías en tu propia memoria? —Silvia todavía estaba hablando cuando Jay pegó la cara a la suya para una selfie—. Quiero esa foto.
Él ya se había vuelto hacia la ventana. —Por supuesto. Pero sólo si me envías una copia de tu poema.
—¿Por qué la querrías?
Jay giró sobre sí mismo y la miró a los ojos, repentinamente serio. —Porque ahora sé que esas palabras son tu mejor retrato.
Ella frunció el ceño, conmovida por aquella respuesta inesperada. Ni siquiera se dio cuenta de que él tomó una foto de una lágrima en su ojo, un instante antes de que cayera. El sonido de la cámara la hizo reaccionar y lo empujó con una risita entrecortada.
—Apártate, imbécil, o conocerás a mi perra interior.
—¿Tu perra interior y mi cretino interior? Me gustaría ver ese encuentro.
—Creo que los mejores asientos serían en la galaxia de al lado.
—Oh, ven aquí, esta luz es perfecta.
—¡Aún no termino de vestirme!
—Terminas luego.
Pasaron la siguiente media hora tomando un millón de fotografías, hasta que Jay fue tan amable de permitirle terminar de vestirse. Entonces fue a pararse a su lado, mostrándole las imágenes mientras ella aprovechaba también para empacar. A Silvia le parecieron todas excelentes, pero le gustó una en especial. Jay le tendió su teléfono para que pudiera verla mejor.
Mostraba la mitad superior de la cara de ella, con los ojos cerrados, y la mitad inferior de la cara de él, sus labios rozándole la sien.
—Oh, ésta es hermosa —murmuró Silvia.
Como si le tuviera alergia a la sensiblería, el teléfono chilló Led Zeppelin para volver con su dueño.
—Ya bajamos —dijo Jay al atender, y cortó con una de sus sonrisas irresistibles—. ¿Quieres que te llevemos a la terminal?
—¡Por supuesto! ¡Gracias!
Jay la detuvo antes de salir y la hizo volver a vestir su cazadora y su gorra negra, y agregó sus lentes de sol al disfraz.
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Editado: 15.08.2023