*Atardecer en el Nahuel Huapi*
Cuando Jim supo que Silvia iría a Buenos Aires con una amiga, le avisó a su manager de gira que necesitaba dos pases de acceso total para Argentina. No quería que nada les impidiera encontrarse.
—No hay problema, Jim. Le escribiré al productor local —dijo Tim. Advirtió su expresión y sonrió—. Dame los nombres completos y alguna identificación, así pueden pasar a buscar los pases antes que lleguemos. Les avisaré a los locales para que se los tengan listos.
Jim conocía mil maneras en las que eso podía fallar, y se volvió hacia Deborah muy serio. —No tocaré en Buenos Aires a menos que ella esté junto al escenario.
—No te preocupes, Jim. Pero, ¿quién es? ¿Alguien del fanclub local?
—Es una amiga.
—Yo me encargo, Jim.
—Mejor que así sea.
Tim apenas pudo esperar a que Jim se fuera para repetir: —¿Una amiga?
—Después le preguntaré a Sean.
Jim le pidió a Silvia la información que Tim precisaba, y un par de días después le envió una copia de los pases, y una lista de instrucciones paso a paso que confeccionara Tim para que obtuvieran los pases reales.
Sean gruñó al escuchar la risita de Jim. El maldito bastardo se moría de gusto con esto de viajar al jodido fin del mundo.
Y así era. No veía la hora de volver a verla, abrazarla fuerte, pasar el fin de semana juntos divirtiéndose. Pero se daba cuenta que Silvia estaba sencillamente aterrorizada. Sí, estaba feliz, pero también aterrorizada. Porque no estaba por encontrarse con el don nadie que conociera el año anterior. Así como la fama de Jim no había sido un obstáculo entre ellos durante el tiempo que pasaran en contacto por internet, ahora sí lo era, cuando estaban por volver a encontrarse.
Y él no lo iba a permitir.
Silvia esperaba el autobús, recién salida de trabajar, cuando vibró su teléfono. ¿Número bloqueado? ¿Quién podría ser? El autobús eligió ese preciso momento para llegar, y Silvia lo tomó al mismo tiempo que atendía.
—Hola, ¿ya se está por poner el sol por allí?
Silvia se quedó helada en medio del pasillo, mientras la gente la empujaba y se quejaba porque se había quedado ahí parada.
—¡Jay! —logró articular.
—Ése soy yo. ¿Entonces? ¿Atardecer?
El autobús arrancó y ella se vio obligada a sujetarse a algo para mantener el equilibrio.
—Sí, ¿qué…?
—¿Tienes ganas de que lo veamos juntos?
Silvia miró a su alrededor y se apresuró hacia la puerta trasera del autobús. —Dame un minuto.
—Por supuesto.
Jim sonrió de pie ante el ventanal que se abría al deck, los ojos en el mar bajo el sol del mediodía primaveral. Oyó gruñidos y ruidos raros, pero esperó en silencio.
—Creí que hoy te ibas a México —dijo Silvia.
—En unas horas —respondió—. ¿Adónde estás yendo?
—A la playa del centro. Estoy a un par de calles.
—¿Y estamos a tiempo para el atardecer?
—Sí, ¿por qué? ¿Qué sucede, Jay?
—Nada. ¿No puedo llamarte porque sí? Vi la hora, hice las cuentas, y como siempre hablas tanto de tus atardeceres, se me ocurrió que podíamos compartir uno.
Silvia se apresuró a través del Centro Cívico y bajó los escalones de piedra, tratando de comprender qué ocurría. Jim sonaba extrañamente sereno.
—¿Estás bien? —insistió.
—Mejor que nunca. ¿Y tú? ¿Estás bien?
Ella frunció el ceño, procurando cruzar el boulevard de la costanera sin que la atropellara un auto.
—Claro que sí. Dame un momento.
Jim bebió su cerveza sin apuro, escuchándola gruñir por lo bajo, y luego un sonido distinto, como pasos sobre grava.
—Muy bien, aquí estoy, en la orilla del lago.
—Cuéntame qué ves.
—¿Qué?
—Vamos, mujer, descríbelo. Muéstrame tu atardecer.
Silvia soltó su mochila sobre los guijarros de la playa y se sentó de cara al oeste.
—Bien, aquí es otoño, de modo que está nublado y el viento es bastante frío.
—¿Desde dónde sopla?
—Del oeste. Siempre sopla del oeste a esta hora. Viene de la cordillera empujando nubes gordas y oscuras. Lloverá esta noche o mañana por la mañana.
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Editado: 15.08.2023