La medianoche se tomó una hora para ir de Buenos Aires a Santiago de Chile.
Solo en su habitación, Jim se descalzó, se quitó la camisa y se sentó en la alfombra frente al ventanal del balcón, la espalda contra el respaldo de la cama. Dejó una cerveza y un armado cerca de sus pies, con su teléfono, y acomodó sobre sus piernas la guitarra que Silvia le regalara el año anterior, la vista perdida en los contornos de la ciudad allá afuera.
Silvia no había respondido a su último mensaje. No que lo sorprendiera. Le había escrito porque le parecía que tenía que saberlo, nada más.
Sus dedos se movieron solos por el diapasón, su voz los acompañó por puro hábito. Hasta que se dio cuenta qué canción estaba tocando.
Se interrumpió respirando hondo.
Y fue entonces que supo sin sombra de dudas que ella ya no estaba. No la había perdido. Esto era diferente, lo sentía en sus entrañas. Ella no respondería a su último mensaje ni a ningún otro, porque había escogido el silencio.
Sus ojos se alzaron hacia la luna que miraba al este, sus dedos volvieron a moverse, las palabras fueron poco más que un susurro entre sus labios.
Dejo pasar los días con la esperanza de hallar
Otra pista que me ayude a comprender…
Y allá en el este, detrás de las montañas, ella no respondió. Pero ella sabía que él decía la verdad como siempre hiciera. Por eso continuó.
Me liberaré de la vida que he vivido
Algo tiene que ceder
Para que pueda volver a respirar
Sabía que ella lo amaba, como sabía que lo que ocurriera esa mañana no cambiaba lo que sentía por él. La conocía. Sus sentimientos distaban de ser superficiales o frágiles. En eso eran iguales. Fuego y acero. Resistentes, peligrosos, inclinándose sin quebrarse.
En ese preciso momento esa mujer, esa mirada, ese corazón que ahora por primera vez era una ausencia, esa persona que lo amaba profundamente, contemplaba aquella misma luna pensando en él. En silencio. De modo que le prestó palabras.
Sólo tienes una oportunidad
Cuando quieres algo
La aprovecharé antes que mi sueños
Se pierdan en el olvido.
Ella jamás renunciaría a él ni a su amor por él. Tal como ahora él comprendía que jamás la dejaría ir.
Habría ocasiones en las que se detestarían, desearían no haberse conocido, soñarían con ser capaces de separarse definitivamente. En un sentido fatalista que su hermano calificaría de patético, pero con el que coincidiría en el fondo, ya era demasiado tarde para ellos. Patético sería intentar negarlo.
Ya no eran niños. Ya no tenían veinte, ni siquiera treinta.
El tiempo hacía que cada vez fuera más difícil que las cosas y las personas los tocaran realmente. Pero si lo hacían, se convertían en parte de sus vidas. Y eso era lo que les había ocurrido a ellos, ya eran parte de la vida del otro. Y lo que era más importante: eran parte de sus almas.
Y en cierta forma no importaba que ella hubiera escogido el silencio, porque él siempre tendría música y palabras para los dos. Sólo era cuestión de adaptarse a este nuevo giro del vínculo entre ellos. Ya llegaría el momento de hacerla romper su silencio. Por ahora tenía que permitirle retirarse a su esquina, lamerse las heridas del fin de semana.
Perdido en sus cavilaciones y sus sensaciones, continuó tocando la misma canción. La que ella adoraba aunque la perturbaba tanto, igual que él. La que le llenaba de lágrimas los ojos. Esos ojos azules, del mismo color que los de él sólo en nombre. Oscuros, hondos, penetrantes.
Y le cantó:
Tras mis ojos hallarás la verdad
De esta vida que fue entregada por ti
Pero no la des por segura, no
Nunca pierdas esto.
Y un momento después la oyó responder a través de su propia boca, con sus propias palabras.
Muestra tu cara
Has visto mis huesos.
Y la canción sólo le dejaba una cosa por decir:
Jamás imaginé que sería tan difícil.
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Editado: 15.08.2023