—¿Vamos?
Jim alzó la vista y halló a Silvia poniéndose su chaqueta. Media docena de sus amigos también se abrigaban para salir. Jim no perdió tiempo en preguntas y fue por sus cosas. De regreso junto a su hermano, sonrió al ver su gesto interrogante.
—Imagino que es hasta mañana —dijo—. Te llamo.
—No te preocupes —terció Jo—. Cenaremos todos juntos mañana.
Sean se mordió la lengua para no responder. Su hermano acababa de reunirse con su mujer, su novia estaba feliz de volver a ver a sus amigas. Lo que él pensara no tenía la menor importancia. Se limitó a asentir y vio a su hermano marcharse solo con media docena de desconocidos.
Jim no tenía idea adónde iban, y prefería cortarse la lengua antes de preguntar. Si todavía importaba adónde lo llevaba Silvia, no debería haber dejado Los Ángeles.
Los demás iban bien abrigados, la cabeza gacha para hurtar la cara al viento y a las espesas gotas heladas. Dejaron el bar en dirección opuesta al hotel y bajaron hacia lo que parecía un parque oscuro a la vuelta de la esquina.
Silvia enlazó un brazo al de Jim. No lo miró ni le habló. Se limitó a pegarse a su costado para que la tormenta no lo arrebatara de su lado. No quería entablar ninguna conversación trascendental. No quería preguntas, y sobre todo, no quería respuestas.
Así como Jim la había arrastrado a aquel combo vertiginoso de música y excesos en mayo, ahora era su turno de obsequiarle una visita guiada a su vida simple y ordinaria. Carente de glamour, tonta y seguramente aburrida para alguien como él, pero suya, que la definía. Ella era esto, las costumbres, los afectos, el lugar, incluso el clima. Cosas que jamás había tenido oportunidad de compartir con él.
Eso era lo que había decidido mientras se demoraba fumando sola en la lluvia, preguntándose qué haría cuando volviera a enfrentarlo.
Lo que ocurriera en mayo había quedado atrás. Ahora necesitaba que Jim conociera todo esto, que la conociera a ella realmente. Para que al mirarla, la viera completa por primera vez, y pudiera darse cuenta si en verdad la amaba como decía.
Así fue que esa noche Jim Robinson, ídolo indiscutido de millones, que alborotara el mundo entero con su gira de dos años, que fuera galardonado con los premios musicales más importantes de la temporada, se halló en una parada de autobús bajo un tejado de madera, apretado en medio de una veintena de personas que aguardaban allí como él, tiritando en las ráfagas de viento y lluvia helada como él.
Ignoraba qué ocurriría en los siguientes diez minutos y maldito si le importaba.
Allí estaba, en ese extraña ciudad que parecía empeñada en actuar como un pueblito, donde nevaba a las puertas del verano, en medio de aquella gente indiferente que no recordaba si alguna vez había escuchado su nombre. Se limitaba a fluir de un momento al siguiente. Y había pasado tanto tiempo desde la última vez que resignara tanto control, que se hubiera echado a reír a carcajadas. Porque se sentía increíblemente vivo, saboreando aquellas pequeñas sorpresas absurdas que ella siempre parecía tener reservadas para él.
Bajó la vista hacia ella y encontró sus profundos ojos azules brillando entre la bufanda y el gorro de lana. Le rodeó el cuello con un brazo y la estrechó contra su costado sonriendo.
Sí, aquí estoy, le hubiera dicho. Contigo, a tu lado. Dispuesto a seguirte adonde quieras llevarme y hacer lo que quieras que haga. Luego haré una canción sobre esta noche, y la tocaré para que la canten miles de personas. Tú la escucharás y comprenderás, como siempre. Y la cantarás, y bailarás, sola o con amigos, perdida en la multitud, siempre cerca de mi corazón. Porque nos guste o no, somos lo único que nos hace sentir vivos.
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Editado: 15.08.2023