Sin Sentidos

La Muerte de una Paloma

El ave describe una espiral en el cielo mientras cae en picada. Habrá sido alcanzada por el fuego cruzado entre las dos facciones que se disputan el pedazo de tierra sobre el que yo también estoy tumbado. Una sucesión de imágenes me inunda la mente, y de manera inmediata relaciono la caída de la paloma con los horneros que formaban su nido de barro allá cerca de la casa de campo de la abuela en el palo borracho que se emplazaba cerca del arroyo donde a veces solíamos pasar las tardes de verano.

Bajo ese mismo árbol solíamos jugar con los primos. En la escondida solía ser el pido, donde uno de los primos (generalmente el más pequeño) apoyaba su frente para contar hasta cien. Luego nos llamaban a comer el asado que los adultos habían preparado. Costilla, embutidos acompañados con todo tipo de ensaladas (mi favorita la papa con huevo) y ají que, para cuando éramos niños, era todo un acto de valentía probarlo. Después mientras los adultos conversaban o jugaban a las cartas nosotros volvíamos a nuestro patio de juego hasta ya entrado el atardecer que era cuando nuestros padres nos llamaban y partíamos dejando a los abuelos en su vida idílica del campo.

Otras veces ellos nos visitaban en la ciudad, generalmente cuando era algún cumpleaños. Llegaban y se asombraban de todo lo urbano, de las calles atestadas de automóviles y de los grandes avances de la tecnología.  Siempre hacíamos un pequeño tour por allí, con los primos inclusive que vivían en barrios distintos. Bajo insistencia de los más chicos íbamos a aquellos locales de comida rápida, que además tenían juegos. Luego continuábamos por algún centro comercial donde los adultos aprovechaban para ver vidrieras y nosotros correteábamos de aquí para allá, hasta que nuestro jugueteo inquietaba a la gente que pasaba por allí y finalmente, bajo la promesa de un helado, nos quedábamos tranquilos acompañando en las compras.

Que solitario era cuando terminaban aquellas visitas, que se sentían como pequeñas vacaciones donde los abuelos traían un poco de su campo querido a nuestros suburbios. Aun así era una soledad pasajera, de niños siempre teníamos una manera de combatirla y más si se vivía en uno de aquellos barrios aledaños a la ciudad, donde aún no llegaba la delincuencia ni la paranoia y los niños podíamos pasar horas y horas revoloteando en el asfalto hasta entrada la noche cuando nuestras madres nos llamaban para cenar y una sucesión de quejas se extendía como coro por las calles del barrio.

A medida que crecíamos todo aquel escenario se fue desdibujando. Lo más triste fue la partida de mis abuelos. No lo había pensado hasta ese momento pero ellos eran el nexo que mantenía a la familia unida, sus visitas eran motivo de celebración y también los encuentros en la casa de campo. Nuestros padres no dudaron en vender la propiedad y repartirse el dinero entre los tres grupos que comprendían aquella gran familia que habíamos sido. Si bien nunca se estropearon las relaciones, o al menos esto no fue de mi conocimiento, la distancia y la falta excusas para encontrarnos nos terminaron disolviendo. A mis primos no los vi por mucho tiempo, tan solo un par de mensajes en los cumpleaños y una que otra tentativa de encontrarnos que no duraba mucho.

En el barrio las cosas se mantuvieron relativamente iguales. Por más que hubiésemos crecido aun nos  mantenía unida la hermandad de territorio, aquella que había sido forjada por años y años de amistad. Las correteadas a lo largo de la calle habían sido reemplazadas por grupos de jóvenes sentados en alguna entrada conversando, gastando bromas y aquellos que eran mayores iban acompañados de alguna botella de vino o cerveza.

Lamentablemente nuestras obligaciones nos impedían muchas veces vernos allá en el barrio con los amigos. Nunca notamos lo libres que estábamos cuando éramos niños sin preocupaciones, y con una escuela que, por lo menos para mí, resultaba odiosamente fácil aunque el lado positivo es que me permitía estar más tiempo fuera jugando. Las obligaciones del colegio secundario no me resultaron un reto mayor aunque si ocupe mi tiempo en otras cosas que el barrio. Solía asistir a clases de guitarra en un instituto del centro de la ciudad y allí tal como había hecho en el barrio y en el colegio entable un buen grupo de amigos. Era difícil la tarea de organizar mi tiempo en aquella época: las tareas de la secundaria, las noches de charla con amigos en el barrio, las guitarreadas en la casa de algún compañero, el fogón y las eventuales salidas a boliches eso sin mencionar las mujeres que en su juventud era habitual invitarles a un helado o ver alguna película en el cine del centro.

Una solución siempre practica era la de organizar fiestas donde llevaba y presentaba a la gente del barrio con los del colegio o el grupo de guitarra y para mi sorpresa descubrí que era algo que potenciaba aún más aquellos lazos que compartíamos. Miles de historias podrían ser contadas sobre aquellas noches, primeras borracheras, y amores que surgían de improvisto o tan solo momentos compartidos en ronda pasando la bebida de mano en mano y una guitarra entonando canciones de aquel momento, de antes y que perduran por siempre.




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