Siril Geaster

7° DÍA DE LA CELEBRACIÓN

—Allí donde el césped crece, verde y vibrante, allí también corre la sangre, a expensas de los que lo ignoran y regresan, regresan a cumplir su legítimo propósito.

El pez debajo el labio inferior de la mulata se extendía por su rostro y la cubría de más tatuajes y cicatrices negras, grotescas, profundas y reales, al compás de la malicia que nacía en sus ojos; abrazada ella por un trono de oro y bronce en el cual se encontraba sentada, imponiéndose ante los lacayos que yacían moribundos y echados en bulto a sus pies. Ella era una diosa, una diosa cruel y hermosa que sometía a todos a su voluntad. De su espalda brotaron cientos de murciélagos negros que cubrieron la luz proveniente del cielo, trajeron la oscuridad y me envolvieron con sus batientes alas hasta que el suelo se convirtió en agua abundante y me hundí en un suspiro, atragantándome con ella e intentado nadar a la segura superficie, donde el oxígeno era abundante. Pero al alargar mi mano hacia el reflejo de la luna, una copa de vino tinto fue colocada y el lacayo hizo su reverencia antes de marcharse, dejándome a merced del buen y amable Hotchsetteri en un gran banquete.

Es verdad, todos regresan.

Su lugar en el comedor fue tomado por la mujer rubia de zafiros ojos, y la risa inocente de los pequeños llenó el salón de alegría y entusiasmo; todo estaba bien, todo era armonía. Un caballero de temple serio y frívolo ingresaba en el salón y las risas se terminaban, ¿por qué no podía ver su rostro? ¿Por qué no podía escuchar lo que me decía? Un momento, los niños ya no sonreían, su madre tampoco lo hacía: en sus platillos se observaban un gato negro bañado en sangre, un cuervo sin cabeza y la mano, esa mano…

—Sí, es humano, es el anillo del señor Castellar.

La ciénaga, no, no era la ciénaga, era un tapiz de ella. Ese pasillo estaba a mi espalda, el espectro de Oli esperaba a que girase mientras observaba el tapiz, pero esa vez no giré, aún así él dijo: Sigue el olor de la muerte.

¿Qué olor debía seguir? ¿El mismo que me guio hasta el caso de oro y el ritual? No hay tal olor dentro de la mansión, ¿por qué pedirme que lo siga aun así?

Que ingenua eres, igual que yo, igual que todos. Por eso siempre regresan y yo los he visto a todos.

Giré mi cuerpo hacia la voz, pero me encontré en el centro de un altar de grandes columnas a sus costados y un alto techado de piedra sin pulir, en su suelo detalladas inscripciones en idiomas indescifrables; ninguna vela, ni una fuente de luz, pero todo era perfectamente claro y detallado, demasiado. Mis párpados cayeron una fracción de segundo y se elevaron de nuevo con la misma rapidez para presenciar la urgencia de los cuerpos, el resplandor en la piel, escuchar los gemidos de placer y horror, la sangre mezclada con sudor.

No e cuestión de moral, señorita Siril, e más… satisfacción.

 

Que estúpida fui al volver a hacerlo, al volver a rechazar a Hyden y herirlo de esa forma, debía aceptar su mano en lugar de la del señor Hotchsetteri. Sabía que debía disculparme y hablar con él, siendo la única persona en la mansión que conocía mi verdadera identidad, además de Laccaria, claro; pero qué diría exactamente era mi mayor preocupación, cómo encontrar las palabras si con él se me escapaban y se desvanecían. Quizá podría mostrarle, como en aquel baile fugaz, todo lo que sabía.

Conocía su puerta, conocía bien cómo llegar, pero al hacerlo, nadie respondió.

—Se ha ido al jardín, señorita —escuché una voz a mi izquierda, era un larbin joven e igualmente escuálido que los otros—. Siempre va a ese lugar.

—Gracias —respondí, y él se marchó llevando en sus manos una caja de madera.

Vi al lacayo desaparecer por el pasillo hacia la habitación de las tinajas, hacia el jardín también. Le seguí, muy de lejos pero lo suficientemente cerca como para ser notada, el lacayo observaba por sobre su hombro cada ciertos minutos y apresuraba el paso. Ingresó a la puerta que lleva a las pequeñas escaleras y, tras seguirlo igual, sus pasos no se rastreaban hacia dicha habitación sino al contrario, escaleras abajo, donde nunca debía ir.

Descendí, siendo presa por ese impulso que me nacía desde dentro a actuar, el que me llevó a descubrir pasillos y verdades, escuchando a las voces invisibles susurrar en lenguajes secretos: «Ocúltate detrás de ese tapiz». «Calla».

No había más que una escalera de madera fina descendiendo en espiral hacia la tenue luz del final, la recorrí y crucé con cautela la tela ligera de la primer capa de cortinas, encontrando más telas y tapices colgados en las paredes de piedra sin pulir, entre las bases anchas que tocaban el cielo del techado sin acabar. Sobre aquel altar, al centro de la habitación, una cama sin soporte, cubierta de sabanas rojas y rodeada de un mar de velas negras y bermejas cubriendo con su espelma los relieves ininteligibles del suelo. Enredados, desnudos, entre las sedas de dicha cama y saboreando las fresas que contenía la caja de madera, yacían, sin preocupar de ser observados por nadie, en copulación, el señor Hotchsetteri y las señoritas Elouan.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.