Siempre que aferraba alguna cosa a mi vida, desaparecía en pequeños susurros.
Cuando era niño tenía un perro blanco que se veía como un pequeño y hermoso pompón. El día que llegó no quiso acercarse a mi, no lo culpaba ya que a mi me gustaba verlo de lejos como jugaba con sus pequeños trajecitos que le tejía.
Una tarde mi nana Catherine -aunque más bien era la señora de servicio, yo le agarré el suficiente cariño para llamarla así- llamó a Jack y lo cargó en su regazo, me pidió que me acercara y lentamente apoyara mi mano para que la oliera y reconociera, al hacerlo Jack refunfuñó pero segundos después comenzó a lamerme la mano y fue tanta la felicidad que sentí que comencé a dar brinquitos al igual que Jack. Esa misma tarde cuando abrí la puerta para salir a jugar, Jack corrió, y corrió, y corrió y nunca más lo volví a ver.
No estaba enojado porque lo entendía, claro que lo entendía.
No quería estar atado a alguien como yo y no lo culpaba, no lo culpaba en absoluto.
Si yo no tuviera este defecto tal vez Jack no se hubiera ido.
Entonces tomé la decisión de no querer a nadie, ya que si no amaba, no se irían de mi lado.
Si no amaba, la gente se quedaría.
Si no amaba, tal vez pude haber tenido una familia.
Comencé a recorrer este castillo y memorice todas y cada una de las habitaciones, sabía cuales tenían una bella vista al horizonte y en cuales se asomaban pequeños pajaritos que cantaban cada mañana. Sabía a qué hora nana salía y volvía de la casa para ir al mercado, dos horas se tomaba cada semana.
Sabía que a los trabajadores de mi hogar llegaban todos los días antes del amanecer y se marchaban a las diez de la mañana, estaba estipulado que no estuvieran más de esa hora.
En un año leí todos los libros que se encontraban en la biblioteca y cada vez que me enterraba en la lectura, cada vez que leía un párrafo o un pequeño diálogo, creaba las más bellas escenas en mi cabeza y me imaginaba protagonista de ellas. Porque era mejor imaginar que vivirlo, porque los libros me hacen sentir vivo y poder ser quien quisiera, sentirme libre y ser capaz de todo.
Aunque no todo fue soledad, con el tiempo llegué a conocer a unas buenas amigas y acompañantes, que al llegar una temporada se acurrucarian pero al terminar volverían a mi lado como siempre.
Por eso comencé a crear mi lugar sagrado y hacerlo a mi dicha y semejanza, cree un jardín a la sombra de mi soledad, con bellas fuentes y un kiosco para verlo por las tardes mientras tomaba mi té, a veces me quedaba horas y horas admirandolo.
Hoy esperaba la visita mensual de August y al informarme mi nana que hoy no podría venir, decidí adelantar mi hora del té y aprovechar de la tarde para ver los últimos arreglos del jardín.
Construí unos caminos alrededor de cada una de las flores para visitarlas de vez en cuando, no quería hacerlo muy seguido porque tal vez se marchitarián con mi presencia.
Una vez que nana se retiró, tomé mi taza y pasé mi mirada por las rosas, tan bellas que lograron sacarme una sonrisa.
Las dalias me dieron una sorpresa al verlas con un bello color entre blancas y rosadas, son las más mimadas y al parecer dio fruto cada cuidado.
Luego vi como los crisantemos se mecían y una mano los arrancaban.
—¡Que mierda!—exlame, mi enojo fue tanto que me levante de mi silla y fui corriendo hasta aquella mano que los arrancaba sin piedad.
Estaba a unos pocos metros, frente en seco, no pude acercarme, no así. Había olvidado mi máscara dentro y solo me quedó una opción, esperar.
Aunque estaba más decidido a tirar una piedra a esa mano pero traería complicaciones.
Entonces espere.
Maldita sea.
Y espere.
Podría escupirle y así no vendría más.
Y espere.
O podría golpearle la mano con una rama.
Esperé hasta que aquella persona abominable se cansó de tomar mis crisantemos y decidiera quitar la mano.
Conté y espere hasta que estuviera lejos de la valla, así podría ver quién se atrevía a arrancar una de mis preciadas flores y luego contratar a gente de seguridad para proteger mi hogar de delincuentes como estos.
Me acerqué a los crisantemos y los hice a un lado y vi que una pequeña parte de la valla estaba rota, acerqué mi rostro y a la distancia pude ver como una figura se alejaba con una canasta llena de sus flores, forcé mi vista y pude ver como a la persona se le caía su gorro y vi caer su pelo castaño a un lado de su cabeza, era una chica.
Oh no, consíguete las tuyas.
—No puedo permitir que por ser una chica quites mis flores—asegure, tomaría represalias en el asunto.
Me levanté y sacudí el polvo de tierra de mis pantalones y caminé hasta dentro de la casa.
Escogí lo primero que encontré al entrar al pequeño ático de la cocina, si quería meterse con mis flores no saldría ilesa de esto. Tome una hogaza de pan, me la lleve a la boca y salí hacia la guerra, estaba cerca de la puerta pero me detuve al ver a mi nana con un artefacto en la mano.
—¿A dónde crees que vas con todo eso?—preguntó mientras mecía el pequeño palo de amasar en su mano.
—A pasear al jardín—respondí y guardé la pica en el bolsillo trasero.
—Al patio—con voz incrédula y una mirada de "quédate quieto o sentirás mi furia" se acercó—. ¿Y puedes explicar por qué llevas un rayador de queso, una pala y una pica que guardaste de forma tonta?
Debía actuar rápido para quitármela de encima, porque si no lo hacia me haría ayudarla con una de sus tontas recetas y lo que menos quería en este momento es aprender a hacer un postre.
—¿Por qué no haces un pastel o algo y dejas de estar vigilándome?—conteste exasperado—.¿No estas feliz de que quiera hacer algo que no sea leer libros y hacer enojar a los de la limpieza?
Nana rodó los ojos y me ignoró lo que quedaba de la tarde.
Tal vez fui un poco descortés al contestarle pero sabe que no fue a propósito, sabe que contesto de forma defensiva cada vez que me encuentran de incógnito haciendo algo.
Cuando terminé de hacer mi trampa, el sol se había ido y ahora solo quedaba esperar.