La fría brisa que llevaba el mar a la ciudad de Valencia ya provocaba escalofríos entre las personas. El sol, por la mañana, salía ya muy tarde, cuando las personas estaban ya en sus oficinas o sentadas entre las mesas de una clase.
El verano ya se estaba retirando dejando espacio al nostálgico otoño. Este cambio de temporada siempre crea una sensación de vacío: se acabaron los festivales de varios días, las acampadas con los amigos en el monte, los refrescantes baños en los ríos, las tardes en las piscinas municipales con la familia, esos besos donde el mar era testigo, los paseos en la orilla y la sensación de libertad que solo el verano puede dar.
El otoño estaba abriendo sus puertas, pero de manera diferente respecto a los años anteriores: el clima era muy inusual, mucho calor de día y tanto frío durante la noche.
En la gran Valencia Capital, no obstante estos cambios causados por Madre Natura, cada cual seguía su rutina.
Los estudiantes en las mesas de los institutos, aguantando a cualquier profesor charlando y probando a ser, aquel curso escolar, unos buenos alumnos, como habían prometido a sus padres.
Trabajadores, de cualquier oficina, esperando en las paradas de los autobuses, sin quitar la mirada al reloj: no podían tardar, tenían varias reuniones una detrás de otras.
Funcionarios, de cualquier institución pública, profesores, médicos, administrativos, yendo al trabajo sin saber cómo habría acabado el día: todos dicen siempre que aquella vida es monótona, ojalá, te dirían.
En resumen, un otoño como otros, en una de las grandes ciudades de España, nada había cambiado hasta que llegó una mañana en un día cualquiera en el cual todo se transformó: la normalidad y la cansada rutina habrían sido solo un lejos recuerdo.
Un famoso artista, que ahora no recuerdo bien el nombre, decía: como el
hombre creó el mundo, también puede llegar a destruirlo.