Sofía
Capítulo 2: Playa, Sol y Confusión
El sábado llegó más rápido de lo que esperaba, y como era de costumbre, me encontraba atrapada en el caos matutino de mi casa. Si en la semana era complicado salir a tiempo para la escuela, los fines de semana eran peor, especialmente cuando la razón para salir de la cama era la playa.
No sé por qué, pero nunca fui de esas personas que sueñan con días perfectos bajo el sol. Para mí, la playa significaba calor, arena en lugares incómodos, y mucha, mucha incomodidad social.
—¡Sofía! ¿Estás lista? —gritó mi mamá desde el otro lado de la casa, probablemente pensando que ya me había vuelto a quedar dormida.
—¡Ya voy! —grité de vuelta, mientras terminaba de meter algunas cosas en mi mochila. ¿Qué se supone que debes llevar a la playa cuando no te entusiasma ir? Opté por lo básico: bloqueador solar, una toalla, y algo para distraerme cuando el ambiente social se volviera insoportable, porque algo me decía que eso iba a pasar.
Cuando finalmente salí de mi cuarto, encontré a mi mamá en la cocina preparando lonches para el día. Sabía que no me iba a librar sin algún tipo de sermón.
—¿Ya tienes todo? —preguntó sin levantar la vista de los sandwiches que estaba haciendo.
—Sí, creo que sí —respondí, revisando mi mochila por tercera vez, porque siempre sentía que olvidaba algo importante.
Mi mamá me miró por un segundo, probablemente esperando que le dijera algo más. Pero, como de costumbre, no tenía mucho más que decir. Ella suspiró, sabiendo que discutir sobre mis planes no iba a cambiar nada. Mi familia no entendía por qué no me emocionaba por cosas como las salidas a la playa, pero ya habían aprendido a no insistir demasiado.
Salí de la casa y caminé hacia el punto de encuentro donde Fernanda y los demás nos esperaban. Como siempre, Fernanda era la primera en llegar, radiante y emocionada por la salida. Cuando me vio, agitó las manos como si no nos hubiéramos visto en años.
—¡Sofía, ven! Ya casi estamos listos para irnos —dijo, mientras revisaba su bolso una vez más. Ella siempre estaba preparada para todo, lo que me hacía sentir un poco más desorganizada de lo normal.
Subimos al auto de Mariela, donde su hermano mayor, Juan, estaba al volante, listo para llevarnos a la playa. En el auto también estaban dos amigos de Juan, que parecían estar más interesados en sus teléfonos que en nosotros. Eso me alivió un poco, porque no estaba segura de cómo manejaría una conversación incómoda con chicos mayores.
El camino a la playa fue largo, pero Fernanda lo llenó con su interminable charla sobre lo emocionada que estaba por el día. Yo, por mi parte, solo asentía de vez en cuando, aunque mi mente ya estaba divagando en cualquier otra cosa.
El paisaje comenzó a cambiar lentamente, y pronto pudimos ver el mar a lo lejos. No importaba cuántas veces hubiera visto el océano, siempre había algo hipnotizante en él. A pesar de mi falta de entusiasmo, había algo en esa vasta extensión de agua que me calmaba.
Cuando finalmente llegamos, el lugar estaba lleno de gente. Familias, grupos de amigos, y parejas disfrutaban del sol, la arena y el mar. Por un momento, me pregunté por qué no podía disfrutarlo como los demás. Mientras los demás corrían hacia la orilla, me quedé atrás, buscando un lugar donde sentarme y simplemente observar.
—¡Sofía, ven! —me llamó Fernanda, ya metida en el agua hasta las rodillas—. ¡El agua está genial!
—Voy en un rato —respondí, aunque sabía que probablemente me quedaría allí sentada un buen rato más. Me acomodé en mi toalla, sacando el libro que había traído, aunque apenas podía concentrarme con todo el ruido a mi alrededor.
Después de un rato, decidí que al menos debería caminar por la playa para que no pareciera que estaba evitando el día por completo. Caminé descalza por la arena húmeda, disfrutando del sonido de las olas. En mi caminata, pasé junto a varias personas que parecían estar pasándola de maravilla.
Vi a Fernanda jugando en el agua con los demás, riendo y disfrutando. A pesar de mi resistencia inicial, una pequeña parte de mí comenzó a pensar que tal vez podría intentarlo. Tal vez podría unirme y, con suerte, no hacer el ridículo.
Pero justo cuando estaba por regresar, alguien chocó conmigo. Tropecé un poco, pero antes de caer al suelo, una mano me sostuvo.
—¡Uy, lo siento! No te vi —dijo una voz masculina.
Al levantar la vista, me encontré con uno de los amigos de Juan. No recordaba su nombre, pero lo había visto antes en la escuela. Parecía incómodo, como si no supiera qué decir.
—No pasa nada —respondí rápidamente, quitando su mano con una sonrisa nerviosa—. Estaba distraída.
Él asintió, y por un momento, ambos nos quedamos en un incómodo silencio. Finalmente, él se rascó la cabeza y me dijo:
—¿No quieres venir con los demás? Están jugando voleibol más allá.
—No soy muy buena en eso... —respondí, tratando de encontrar una excusa para evitar la invitación.
—No importa. Es solo por diversión. Nadie aquí es profesional —dijo, encogiéndose de hombros.
Suspiré y, sintiéndome presionada, acepté. Caminamos de vuelta hacia donde el grupo estaba reunido. Cuando llegamos, Fernanda me saludó con una gran sonrisa.
—¡Sabía que te convencería! —dijo, lanzándome una mirada de complicidad.
El juego comenzó, y como había predicho, no era precisamente buena en eso. Pero, para mi sorpresa, no importaba. Todos se reían, y el ambiente era tan relajado que, poco a poco, comencé a disfrutarlo. Quizás Fernanda tenía razón después de todo. Tal vez necesitaba salir de mi zona de confort más seguido.
Sin embargo, justo cuando empezaba a sentirme más cómoda, algo pasó.
Mientras corría para golpear la pelota, tropecé con un hoyo en la arena y caí de lleno. El impacto fue tan fuerte que por un segundo todo el aire salió de mis pulmones. Me quedé tendida allí, con la cara llena de arena, escuchando cómo todos a mi alrededor se reían.