Sara tenía a su bebé en brazos mientras miraba por la ventana en espera que llegara Manuel.
Estaba preocupada, ya casi oscurecía y no había rastros de él. Siempre era muy puntual, jamás faltaba a casa. Tratando de calmarse a sí misma se giró y miró alrededor. Vivían en una pequeña casita de una sola habitación que servía para todo. En un rincón estaba la cama, junto a ella, una cesta que servía como cuna para el bebé, en el centro una mesa de madera y un par de sillas, en la pared opuesta, una mesa en la que había una pequeña estufa de petróleo con dos quemadores, sus galletas y pastelillos los cocinaba afuera, en un pequeño horno de leña que su marido le había construido. Todo era muy humilde y sencillo, pero ella trataba de mantenerlo limpio y arreglado, y siempre se las ingeniaba para poner algún detalle que alegrara la vista, como flores silvestres en algún vaso, y sobre la cama había una colorida colcha que ella misma había tejido. Vivían prácticamente en la miseria, pero eran felices, ambos se adoraban y ese amor compensaba prácticamente cualquier carencia.
— Torito... ¿Dónde andas? — Se preguntó con preocupación dirigiéndose de nuevo hacia la ventana.
“El toro” estaba en el sofá de su casa viendo un partido de futbol al que realmente no le ponía atención en lo absoluto.
Sus pensamientos estaban, como siempre, en su hijo al que tenía más de un año de no ver ni saber nada de él.
Cuando se fugó con Sara, el Torito le había llamado un par de días después y Toro lo único que hizo fue gritarle estupidez y media, culpando a la joven y amenazándolo con matarlo en cuanto les pusiera las manos encima. El joven cortó la llamada y jamás se volvió a comunicar. Toro intentó varias veces llamarlo él pero, al parecer, su hijo había cancelado ese número de celular y Sara había hecho lo mismo con su propio teléfono. Toro se arrepentía totalmente de su arrebato, se sentía absolutamente miserable y le pesaba totalmente en la conciencia. Esos gritos y falta de comprensión le habían hecho perder a su hijo, a su ahora nuera y de paso, la amistad de años con Mauricio, “El Gato”, y su familia. Se habían conocido cuando ambos trabajaban para la familia Lavalle y habían hecho muy buena amistad, de hecho, todos los trabajadores domésticos de ese entonces se unieron tanto que formaron una familia, incluyendo a Sarita, la hermana del Gato y su esposo Toño, padres adoptivos de Sara. Los hijos de todos ellos habían crecido llamándose “primos” y eran muy unidos, siempre pasaban los fines de semana en la casa de uno o de otro, hasta que este par se fue, poniendo todo de cabeza. Él culpó a Sarita, dado que ella era mayor de edad; “El Gato”, por supuesto, culpaba al Torito, y fueron tantas las discusiones y los reproches que acabaron alejándose. Al menos entre ellos, porque sabía que sus mujeres se veían a escondidas y mantenían contacto entre todas ellas. Había pedido ayuda a su ex patrón, Carlos Lavalle, con quien seguía manteniendo una gran amistad, para tratar de encontrar a su hijo. Gastaron una pequeña fortuna en detectives sin obtener resultado alguno. Se sentía totalmente culpable y muchas veces ni siquiera se atrevía a mirar a los ojos a Mariana, su esposa. ¡Cómo sufría ella la ausencia de su hijo y la absoluta falta de noticias de él!
Disimuló un suspiro de frustración dándole un trago a la lata de cerveza que sostenía en las manos. ¡Qué triste y vacía se sentía esa casa ahora! Su hija Marianita se había casado con Peter, su amor de toda la vida, y ahora vivía en el rancho de los Solano, a dos horas de distancia de ahí. Su mujer había perdido la risa, ya no cantaba por toda la casa como antes acostumbraba, su mirada siempre estaba cargada de tristeza y permanecía en silencio la mayor parte del tiempo. ¿Por qué no escuchó a su hijo? ¿Por qué no aceptó su relación en lugar de gritarle y condenarlo?
— Mi torito... ¿Dónde andas? — Pensó con tristeza. — ¿Estarás bien? Ojalá algún día puedas perdonarme.
Una llamada en su celular lo sacó de sus añoranzas. Con extrañeza, miró un número desconocido en la pantalla.
Con un raro presentimiento, se apresuró a responder.
— Diga. — Dijo escuetamente.
— ¿Señor Toro? — La voz llorosa de una mujer se escuchó a través del aparato. — Soy Sara... El Torito... Su hijo... Está muy grave. Se está muriendo.
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Editado: 15.02.2021