El comercio que bullía los días de la semana en la Av. Independencia estaba dormido. Era domingo y los negocios de la transitada avenida estaban cerrados. El único local que permanecía abierto era la cafetería de Odalis, donde él se encontraba esperando a que se fueran los niños de la propiedad abandonada. Tenía años preparándose, aguardando en las sombras el día que detendría para siempre el mal de aquella casa.
Los niños cruzaron al otro lado de la calle y luego salieron a la carrera. Los otros dos que habían entrado nunca llegaron a salir. Él se levantó de la silla apretando un bolso viejo contra su pecho, sus huesos cansados protestaron. Aquel hombre, en su vejez, era un anciano acabado, golpeado por una vida de carencias y pesares. Lo único que lo mantenía en pie era la responsabilidad de terminar con todo aquello de una vez por todas.
Antes de salir de la cafetería, vio a una mujer visiblemente alterada que examinaba el alto cerco que rodeaba la propiedad. Él retrocedió observando cómo la señora se derrumbaba y se echaba a llorar. El anciano trató de descifrar el porqué de su sufrimiento. Tal vez aquella mujer era la madre del niño que había saltado dentro de la propiedad. Sea como fuera aquello no pintaba bien, algo malo estaba pasando y él tenía que hacer su trabajo para que no ocurriera otra desgracia. Salió del local con pasos decididos entre la escasa clientela que había en el lugar.
Una señora que tenía muchos años trabajando allí, se quedó mirándolo atesorando aquel bolso. Pensando que se notaba que en una época pudo ser un hombre esbelto, pero que el pasar de los años había hecho grandes mellas en él. Su cara le era familiar. Un rostro que tenía mucho tiempo sin volver a ver. Quizás ese viejo era algún conocido de su juventud. La señora se esforzó por recordar dónde lo había visto. De súbito, esa misma cara pero muchos años más joven, le llegó a la memoria. Se llevó las manos a la boca totalmente sorprendida y el miedo se apoderó de su corazón.
El viejo caminó por la calle ignorando a la señora que lo observaba, cuando un carro gris se parqueó delante de la mujer que sollozaba. Un hombre se desmontó del vehículo e interactuó con ella. El viejo se esforzó por escuchar las explicaciones que daba al recién llegado y señaló por dónde habían corrido los niños en su escape. También le habló sobre los otros dos que estaban dentro. Entendió que los dos muchachos eran sus hijos y ese hombre su marido. El esposo la consoló un momento y le prometió que todo saldría bien. El viejo se dio cuenta que la mujer le creyó a su marido por la resignación que vio en su cara. Él también quería creer que todo saldría bien, pero estaba seguro de que las cosas no serían exactamente así. Por lo menos no para todos. Vio al hombre que trepó la barrera metálica y estuvo a punto de caer tras resbalar. Luego de afincase bien arriba, se despidió de la mujer indicando que no estaba de acuerdo que buscara a un tal Solomon Price, que no se fiaba de ese tipo, mejor que esperara en el carro y le tiró las llaves. El marido saltó a los terrenos de los Alberti y la señora, después de un rato en el que parecía pensar las cosas, subió al vehículo y se fue.
El viejo se acercó buscando un lugar por donde pudiera saltarse a la propiedad. Lanzó el bolso por encima de la cerca y trepó con mucha dificultad. Sus huesos nunca le celebrarían esa acción. Ya del otro lado, mirando el paisaje melancólico y abandonado, sintió una profunda tristeza en su corazón mientras cruzaba frente a un árbol oscuro camino a la casa. El momento de ajustar cuantas con el pasado había llegado.
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Editado: 29.01.2019