Soñar con lagartos

Capitulo 3

Era la décima vez que escribía su nombre con perfecta caligrafía y con su reluciente plumín. Amalia Elgueras. Siempre se preguntaba porqué su madre le puso sólo un nombre. Sus amigas tenían dos, y algunas hasta tres, como Rosa, que se llamaba Rosa Mirtha Carmen Solís Uriarte. Contó con los dedos todas las palabras que Rosa debería escribir y estiró el cuello, buscándola. Seguro que con tantos nombres, llenaría enseguida el cuaderno. Encontró a su amiga mordiendo su labio, sudando y con su mano manchada de tinta. Lo que para unas cuantas, como Amalia, resultaba fácil, para la pobre niña era una tortura. Amalia se rió apenas pero se compadeció de ella, y agradeció en silencio la idea de su madre de llamar a todas sus hijas con un único nombre y apellido.

Miró a su cuaderno, y vio que su risa había hecho saltar una pequeña gota de tinta del plumín que ahora estropeaba su impecable trabajo. Le pasó el secante pero no era lo mismo, ya sabía que estaba manchado y arruinado, no era puro como le enseñaron que todas las cosas que realizaba debían ser. Su mente viajó a lo que la abuela le leyó el viernes pasado, al ayudarla con unas tareas de catequesis. No recordaba qué parte de la Biblia era pero hablaba de cosas puras e impuras. Sobre todo mujeres. Suspiró, mirando el renglón con una aureola azul que se negaba a ser borrada, dejando impuro todo su cuaderno perfecto.

–Eso está muy bonito, Amalia.

Levantó la vista asustada al oír la voz, y también molesta. La hermana Margarita no regalaba halagos porque sí, eso lo sabía todo el mundo, ¿por qué le estaba diciendo eso sobre su trabajo de caligrafía, cuando era obvio que de bonito no tenía nada?

La monja percibió su disgusto y volvió a acercarse a Amalia.

–¿Pasa algo, querida?

–No es bonito. Se manchó aquí. –señaló a la atrevida mancha.

–Bueno, ciertamente está manchado pero el resto está muy bonito. Debes ser más cuidadosa con la tinta, eso es todo.

La monja le acarició apenas la cabeza antes de pasar a mirar a la esforzada Rosa de los tres nombres. Amalia se la quedó viendo. Margarita era la única monja buena y joven y linda del colegio. Era maravillosamente linda, más que las chicas que salían en la Radiolandia o incluso más que su madre. Tenía una voz suavecita y dulce pero era muy exigente. Quien obtenía un elogio de ella era porque realmente merecía su voz de hada.

Pensó en decirle a Margarita. Después de todo, era la única buena. No pensaba decírselo a la hermana Gertrudis y mucho menos a la hermana Ester. Margarita no diría nada, le guardaría el secreto, y además ya estaría preparada por si se cumplía lo que venía sintiendo desde que la joven monja entró al aula de clases. Otra vez esa extraña sensación a la que no podía ponerle nombre, esa opresión en el pecho y un leve hormigueo en las extremidades y esa certeza cabal, como la certeza de que todos los días saldrá el sol, de que estaba a punto de suceder. De hecho, quizás, estaba sucediendo.

Dejó el plumín en la ranura correspondiente de su pupitre y miró a su alrededor. Virginia le colocaba la última "a" a su apellido plagado de ellas, Almarada. Lucrecia, sentada delante, hacía rato que tenía abandonada la tarea y fijaba su vista en el techo o en las molduras de las ventanas. Sentada tres bancos más adelante, frente al pizarrón, Giulia, dilecta hija de italianos y miope como ellos, limpiaba sus lentes con un pañuelito blanco.

La hermana Margarita paseaba de pupitre en pupitre y levantó un poco la voz cuando su curso parecía desbandarse debido a que la mayoría de las chicas tenían la tarea finalizada y charlaban casi a los gritos.

–Muy bien niñas, he visto sus trabajos, creo que muchas de ustedes han practicado en casa pero a otras les falta mucho. Recuerden que...

Amalia ya no pudo escucharla. Debía decírselo, la hermana merecía saberlo cuanto antes. Ella halagó sus letras perfectas en el cuaderno, ella era dulce, tenía que saberlo ya.

Sus manos pegadas por el sudor a la madera del pupitre se negaban a moverse y la tela de la blusa comenzó a pegarse a su cuerpo. Tragó saliva varias veces, tenía también muchas ganas de llorar y de irse corriendo a casa. Pero antes tenía una misión.

Al fin pudo levantar la mano pero no esperó a que la monja le diera el permiso para hablar.

–¡Hermana tengo que decirle algo!

La mujer calló de inmediato y todas se giraron a ver a Amalia. Vio que la monja fruncía los labios. 

–Elgueras. –dijo con voz severa–Primero hay que esperar que el adulto termine de hablar, luego levantas la mano, y recién cuando te dan permiso, hablas. Me extraña de ti.

–Yo...por favor hermana...

La puerta del aula se abrió y la atención dejó de estar enfocada en ella y pasó a la señora Rivas, la secretaria del colegio. Todas se pusieron de pie para saludarla, Rosa volcó su tintero sobre sus interminables nombres y se largó a llorar. La señora Rivas no se detuvo para saludar a nadie ni registró el hecho de que al menos seis chicas estaban involucradas en el incidente del tintero, ya sea consolando a Rosa, salvando su cuaderno o peor, tratando de salvar su uniforme lleno de manchas azules. La secretaria sólo caminó directo a la hermana. Amalia puso un pie en el pasillo de pupitres, con la sangre palpitándole en los oídos. Quizás la monja la regañaría otra vez por su impertinencia, pero lo que tenía que decirle era de vida o muerte, literalmente. Puso otro pie en el pasillo, mientras veía que la secretaria le decía algo en el oído a la monja. Dio medio paso cuando la vio taparse la cara con ambas manos y salir corriendo del aula rodeada del sonido de su hábito almidonado y de las miradas perplejas de las demás chicas que no estaban ocupadas mirando el desastre del tintero.

–Tendría que haberle dicho antes.

–¿Qué cosa?

Sin salir del sopor en el que estaba, Amalia miró a Virginia, y negó con la cabeza, sin mirarla. La chica rodó los ojos y se sentó, diciendo algo de que estaba cansada y no entendía lo que sucedía.



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En el texto hay: muerte, iglesia, muerte amor prohibido

Editado: 10.06.2020

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