Se aferró a la mano de su padre. Nunca había estado en un responso, su madre no era partidaria de llevar niños a velorios, cementerios, ni a nada relacionado con la muerte. Era un tema con el que siempre, cada vez que alguien se moría, sus padres discutían. Su padre siempre decía que "las chicas tienen que estar preparadas" pero su madre siempre finalizaba la conversación con un "eso es horrible". Amalia no entendía porqué esta vez su madre cedió. Quizás porque la nota en el cuaderno de comunicados era más una orden que una invitación, o quizás porque el padre José no era alguien tan cercano a la familia como para que su madre considerara que un responso afectara a sus hijas.
Lo cierto es que lo que estaba viendo no le gustaba nada. El obispo, ataviado con ropajes púrpura repetía oraciones en latín, echaba tanto incienso que la hacía sentir mareada y ordenaba ponerse de pie o sentarse continuamente. Amalia paseó sus ojos por el banco. A su lado, su padre, Horacio, intentaba no dormirse. Como profesor de matemáticas, esa mañana dio clases en el Colegio Nacional antes de pasar por la casa y recoger a su mujer e hijas.
–Papá. –susurró sacudiendo levemente su mano apretada en la de él. Su padre abrió los ojos y le sonrió.
–¿Te aburrís, no?
–No sé...pero vos parecés dormido.
–Esto es un bodrio.
–¡Shh! –chistó su madre, sentada al otro lado de Amalia. Su padre sonrió otra vez a su hija y juntos miraron al frente, para tratar de deducir qué sucedía en el altar.
Pronto, Amalia volvió a mirar alrededor. Su madre, envuelta en una mantilla negra, respondía las letanías en un latín perfecto aprendido en el mismo colegio de Amalia al que también asistieron todos los miembros femeninos de la familia durante generaciones. Eugenia, su hermana más grande, estaba sentada junto a su madre, también con una mantilla negra. Eugenia miraba sus uñas pintadas de rojo fuego, sin poner atención a lo que sucedía.
–Como siempre. –pensó para sí misma. Después de Eugenia, venía la hermana del medio, la que nadie tenía en cuenta y quizás la amiga más cercana de Amalia. Victoria tenía un nombre demasiado ostentoso para ser la chica tímida y sin gracia de 14 años que era. Amalia pensó enseguida en contarle lo que le sucedió aquella tarde mirando a la tía Josefina, y también la mañana anterior mientras escribía su nombre en su cuaderno. Pero dudó, y ahora sentía que debía decírselo porque el peso de "saber que sabía" le dolía mucho, sobre todo cada vez que miraba a la fila de bancos de enfrente, ocupada por la congregación de hermanas.
Margarita estaba sentada no al frente, sino mezclada entre las demás. No debía tener protagonismo ni siquiera en una desgracia así. Tampoco estaba permitido llorar. Su hermano estaba con Dios, llorar era un acto egoísta y demostraba poca fe. Amalia la miró un largo rato. La monja respondía con un latín fuerte, como convenciéndose de que todo aquello estaba bien y era la voluntad de Dios. Amalia volvió a mirar a sus hermanas, preguntándose qué pasaría si todas ellas se hicieran monjas.
–Mamá enloquecería. –dijo en su mente. Pensó en si la madre de Margarita enloqueció cuando sus dos hijos decidieron tomar los hábitos. Desde su banco, no podía ver a ninguna mujer que pareciera la madre de José y Margarita. Quizás había enloquecido de verdad.
Al fin el responso terminó, y todos caminaron hacia el atrio de la Catedral, donde seis sacerdotes tomaron las brillantes manijas del ataúd para meterlo en el carruaje.
Su madre tironeó de ella.
–Vamos. –Amalia miró a su madre, tenía la preocupación escrita en sus ojos. Su padre tiró de ella en la dirección contraria. Se quejó.
–Alfonsina es hora de que vayan al cementerio alguna vez. Pensá en tu madre, en poco tiempo puede estar ahí y ellas aún no han ido jamás, será una conmoción cuando lo hagan.
–Sos tan cruel. –se quejó la mujer–Pero está bien. Por única vez. Yo no voy, deciles que me duele la cabeza. Llevalas vos.
Le dio un beso en la mejilla a cada hija y bajó las escaleras del atrio con rapidez, como una fugitiva mientras se envolvía en su mantilla.
–Papá, ¿nos vas a llevar al cementerio? –Eugenia había dejado de mirar sus uñas para mostrarse molesta–No pienso ir.
–Hija, es necesario. ¿No te parece? –dijo mirando a Amalia. La niña se encogió de hombros.
–Y ésta qué sabe. –respondió Eugenia–A la noche va a soñar.
–Creo que la que va a soñar vas a ser vos. –se rió su padre–Vamos, no es nada. Los padres tienen una nichera, van a meter el cajón ahí, como si lo pusieran en un estante, y eso es todo.
Amalia se imaginó que una nichera sería como una biblioteca, pero en vez de libros, muertos. Se estremeció pero disimuló, no quería darle el gusto a su hermana de parecer asustada.
Su padre se arrepintió mucho cuando, al llegar, notó que no existía tal nichera. Amalia debió reemplazar su imagen de biblioteca de muertos por algo peor: una fosa, abierta en la tierra, hambrienta de huesos, con dos funebreros armados con palas anchas a los costados, esperando que dijeran aún más oraciones para luego bajar el ataúd a la boca oscura y húmeda. En vano Horacio trató de tapar los ojos de su pequeña hija. Lo que ella no pudo ver, lo escuchó. El sonido de sogas bajando, el cimbronazo de la madera, los puñados de tierra golpeando el ataúd, castigándolo por ser el lecho helado del querido cura.
Eugenia tuvo razón, porque esa noche, Amalia soñó mucho y su madre peleó con su padre otra vez, y la madrugada se llenó de las quejas de Eugenia y el llanto chiquito y avergonzado de Victoria, que estaba igual que su hermana pequeña aunque trataba de disimularlo. El barullo despertó a la abuela, que dormía al otro lado del patio y se acercó a golpear la puerta de la habitación de sus nietas.
–Dale esto. –Amalia vio que le tendía un frasquito a su madre, que de inmediato vertía su contenido en una cucharita y se lo hacía tragar.