Frutos enfermos de Malos árboles
Respire profundo y abrí mis ojos. Nuevamente yo. La exagerada pelirroja se había ido por aquella puerta, (la cual, no llegaba a ver por la posición de la silla y el reducido ángulo de visión que se permitía mi corto cuello.) hacía alrededor de unos tres minutos. No tenía idea de a que distancia estábamos del hospital, o de la casa del Sr Clain. Pero al menos suponía seguíamos en Sherwood.
Podía oír a Anna como susurro en mi mente. Y asentí con la cabeza comprendiendo el cómo. Observé cada detalle de la pieza en donde me encontraba, era como una especie de deposito olvidado o garage de personas sin vehículo. Sonreí algo leve, para que Anna no pensara que me estaba volviendo loca, y luego sentí su risa a causa de mi pensamiento. Pero es que imaginaba ese típico programa de televisión en donde la gente compraba estos lugares y se quedaba con todo lo que había dentro. Esta vez incluyéndome.
Si algo era seguro, es que subiria bastante el rating.
Creí que me tomaría mucho más tiempo encariñarme al punto de extrañar a una persona, pero pensar en ese programa me hacía pensar en quien se divertía viéndolo. Hace unos meses, hubiera pensado que no tenía derecho a todo lo que vino después, me sentía mal por sentirme bien. Sentía que no merecía ser feliz, y que cada persona a mi alrededor estaba condenada a no durar demasiado a mi lado.
Y no siempre fue así, yo era feliz siendo quien era, antes de que todo se volviera lóbrego y comenzara a deformarse y retorcerse de manera tan rápida.
Recuerdo haber plantado un pequeño cerezo, con mamá en el patio de casa. Había terminado tan cansada ese día.
Tenía las uñas llenas de tierra, y había encontrado la más enorme lombriz. Pero mamá no estubo de acuerdo conmigo ni mi plan de tenerla de mascota y llamarla Henry.
Así que obedientemente la devolví a la tierra, donde de forma muy lenta se abrió paso hasta desaparecer.
__ ¿Por qué Henry?
__ Eso es obvio, porque es el rey de las lombrices.
- Contesté y mamá sonrió.-
Todos los días que le siguieron a ese y sin falta, lo regaba al ponerse el sol, éramos tan cercanos que sentía que cada día crecía algún milímetro más, junto conmigo.
Al poco tiempo, y sorpresivamente comenzó a dar sus primeros frutos. Estaba tan orgullosa de ello que me encargué de mencionarlo a los vecinos y a cada persona en la escuela.
Cecilia, una de nuestras vecinas todos los días me preguntaba por él, a lo cual mi ego respondía con lujo de detalles, como mis cuidados habían sido de gran ayuda. Porque yo era una excelente jardinera.
Hasta que un día, sin aviso ninguno o signo, comenzó a deteriorarse, las hojas comenazaban a perder su verde y se marchitaban. Incluso podía sentir que estaba triste. Sus frutos caían al suelo sin la oportunidad de ser halagados por sus sabor. Recuerdo lo que se sintió pasar del orgullo a la decepción, mientras mi autoestima me miraba desencantada quitandome el titulo de jardinera que el ego me otorgó una vez.
Mamá trato de consolarme.
__ Sabes ? Pudo haber sido cualquier cosa...
__ ¿No fui yo ? -Pregunte algo triste.-
__ No Sophi. Le facilitaste un hermoso lugar para que pudiera crecer y le diste amor, pero ella no era tan fuerte. -Me observó algo compasiva y prosiguió.-
__ Sabes? Todo aquí puede herirlas, -Sus manos enguantadas señalaron el todo.- el frío, la sequedad, la tierra basta de nutrientes o la tierra carente de ellos, las plagas de insectos y hongos. Hay tantas cosas que las dañan, que ellas deben estar preparadas para enfrentarse a todo aquello y sobrevivir de todas formas.
Miré a mi madre que cortaba las hojas muertas y tomé uno de los frutos en el piso observándolo con detalle. Aún estaba un tanto verdoso, apenas le había dado tiempo para comenzar a crecer.
Quizá aquí fue cuando aprendí a no crear expectativas, ni otorgarme titulos que no me correspondían.
A quedarme en mi molde. Y que las cosas buenas no duran mucho tiempo.
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Nunca lo había visto de esa forma. Pero, qué tal si somos una semilla. Una simple y diminuta semilla que florece.
Que tal si cada cosa en este mundo nos daña, el aire, las plagas, la abundancia de alimentos, el no tenerlos.
Y si necesitamos ser lo suficientemente fuertes para superar todo aquello, o desistimos y nos rendimos a perecer solos y en silencio.
Esto sólo era una de las tantas pruebas que me ponía la vida.
Y había llegado la hora de decidir si quería marchitarme o pelear.
Anna susurraba todo aquello en mi mente, y no me dejaba pensar con mucha claridad. Me abrumaba tanto que comencé a cansarme y cerrar los ojos, dandole paso a ella.
Narra Anna.
Sophia no podría sola, no tenía la suficiente fuerza para liberar sus manos y ya no podía aguantar sus dudas.
Yo era de vital importancia en momentos así, pero ella solo no quería perder el conocimiento de las cosas. No podiamos entenderla, yo principalmente.
Justo detrás de la silla habían varios pedazos de vidrio, como si algo allí se hubiera roto en algún momento. Los susurros no paraban.
Claro que era imprudente, pero también era la única forma que encontraba para que saliéramos de allí. Me balanceé con los pies hacia atrás, levantándolos en punta, y con un empujón de suerte, caí de espaldas. Varios de los pequeños vidrios se incrustaron en los brazos, los cuales de milagro no se habían roto. Pero balanceándome nuevamente, tomando uno de ellos en mis dedos comencé a cortar las ataduras, aunque en el proceso también me lastimaba.
Ella quería salir. No la soportaba en lo absoluto, ella siempre me regañaba y no me dejaba hacer lo que quería. Nunca le agradé, ya que Michel siempre piensa que yo solo lastimo el cuerpo y a Sophie.
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Editado: 30.06.2021