No merecían lo que les sucedió.
Eran buenas personas.
No tenían enemigos.
Nadie quería hacerles daño.
Eran la pareja imperfecta más perfecta del mundo.
¿No merecían lo que les sucedió?
¿Eran buenas personas?
¿No tenían enemigos?
¿Nadie quería hacerles daño?
¿Eran la pareja imperfecta más perfecta del mundo?
Quizá si logramos responder esos interrogantes, si somos capaces de desnudar las mentes de todos cuanto los rodeaban y a la vez despojarnos de nuestras propias ideas preconcebidas, logremos hallar una luz en medio de tanta oscuridad, un sendero en las tinieblas, el puente que une las pesadillas y la realidad cuando todo se vuelve tan confuso e inexplicable que cuesta trabajo creer que estamos despiertos y toda esa calamidad que nos tocó en suerte no es otra cosa que la realidad golpeándonos con inusitada violencia, arrancándonos el alma, pretendiendo que nos demos por vencidos antes del final, antes de descubrir la verdad, antes de que sepamos qué fue lo que pasó en aquella mansión una noche como cualquier otra, una noche muy diferente a las demás.
—¡No! ¡No!
—Cállate zorra.
—¡Por favor, no!
—Ahora vas a saber lo que es bueno.
Era en vano pedir ayuda. Por mucho que Carolina dejara la garganta en cada grito y se resistiera con uñas y dientes al vil ultraje al que era sometida contra su voluntad, nadie iría a socorrerla, nadie se apiadaría de su sufrimiento.
—¡Déjenla! —vociferó Agustín atado de pies y manos, arrastrándose cual animal herido que sabe que el ocaso se precipitó indetenible—. ¡Déjenla malditos!
—Que alguien calle a ese hijo de perra —ordenó el hombre encapuchado que había tomado las riendas del ataque y se hallaba forcejeando con la señora Moranson en el piso del salón principal, a escasos metros del piano milenario que aun regalaba una dulce melodía para quien supiera escuchar las notas tétricas del apocalipsis.
—¡Agustín!
—¡Carolina!
—¡Auxilio!
—¡No la toquen!
—Presta atención malnacido, abre bien los ojos y disfruta el espectáculo.
—¡No la toquen!
—Lo siento —susurró Carolina mirando a su marido con profunda aflicción, mientras una lágrima adolorida rodaba lenta por su mejilla.
¿Qué es el infierno?, ¿un sitio inhabitable rebosante de aullidos adoloridos que emergen furiosos de las almas en pena que arden por toda la eternidad por los pecados cometidos?, ¿o es tal vez un momento en la vida real de una persona, en apariencia inocente que, de un momento a otro, se ve acorralada por la crueldad de un destino perverso que no se puede evitar, que no se detendrá hasta arrasar el paraíso terrenal que se respiraba antes del arribo de los fantasmas que se cuelan insolentes e inclementes para infligir una herida, para sembrar una duda que madura en sospecha hasta volverse mortal? Quién sabe, la única realidad es que la vida idílica de un matrimonio feliz, con el futuro por delante, con miles de sueños por cumplir, se truncó una noche sin luna por causa de ese mal que nunca duerme, que no se toma vacaciones, y ahora sus vidas pendían de un hilo, a la vera del océano seco de los milagros, luchando por respirar un segundo más, aferrándose a la esperanza de que aún había esperanza, rasgando a duras penas el manto tibio de la piedad, procurando soportar en su inconciencia la incógnita insoportable de una moneda al aire que se resistía a esbozar un veredicto final.
—El estado de su hija es muy delicado —dijo Pablo Almeyda, jefe de terapia intensiva del hospital Soniak, el más prestigioso del continente.
—Díganos la verdad —suplicó Estefanía Rivadavia, madre de Carolina, soportando estoica un dolor inenarrable.
—Sería un milagro si despierta del coma.
—Pero usted tiene que salvarla —lo retó fulminándolo con la mirada—, tiene que hacerlo.
—Hacemos todo lo posible señora.
—¡No es suficiente! —vociferó empujándolo con vehemencia.
—Cálmese Estefanía, por favor —intervino Eugenio Álvarez, médico personal de la familia.
—¿Qué me calme? Mi hija fue atacada por una horda de degenerados malvivientes, ¿y lo único que tienes para decirme es que me calme?
—Solo me preocupo por su salud.
—Carolina es la única que importa en este momento.
—Estaremos atentos a su evolución —replicó el doctor Almeyda cabizbajo, desesperanzado.
—Gracias doctor —respondió Atilio Moranson, padre de Carolina, mientras abrazaba a su esposa que de a poco comenzaba a desmoronarse.
—Si hay algo más que pueda hacer por ustedes, solo pídanmelo.
—Salve a mi hija —reviró Estefanía sin miramientos, casi como una amenaza.
—¿Cómo está nuestro yerno? —indagó Atilio.
—¿De verdad? —lo increpó su esposa quitándoselo de encima—, ¿en serio preguntarás por el estado de ese malnacido?
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Editado: 19.07.2022