CHAPTER SEVENTEEN
— Clarissa ¿ya empacaste todo? —la habitación del hotel estaba media empacada, mis cosas aún permanecían en algunos lugares, por no decir que el sol de Cancún realmente me tenía mareada.
Papá entraba por la puerta viendo que todo estuviera en orden, puesto que el vuelo salía en unas horas. Aún estaba nerviosa por regresar a Atlanta después de estas vacaciones, después de un mes fuera, ahora volvería.
— aún me faltan algunas cosas —mi cabello se asomaba en mi frente y bufaba quitándolo, tomaba una de mis maletas y la rellenaba con mis objetos personales, con el fin de no olvidar nada.
— algunas cosas eh —y entonces llego a mi lado, tomó mi toalla y la empezó a doblar, tome mi dentífrico y mi pasta de diente y las guarde en la caja especial para ellos, mientras los metía en un compartimento especial de la maleta. Oí un suspiro por parte de papá y aunque mi cabeza me impedía verlo, aún así podía asimilar que algo se estaba martillando en la cabeza, hasta que finalmente lo dijo— ¿cómo te fue con la psicóloga? —pare de guardar mis cosas y me incorporé en mi postura, mirando hacia la ventana, porque para ser sinceros no sabía que responder a su cuestionamiento.
Me había enviado con una psicóloga aún sabiendo que estaba perfectamente bien. El hecho de que estuviera cambiando en mi forma de ser no implicaba que fuera por la muerte de él, pero mis padres aún no estaban listos para entender que las situaciones no siempre se iban a complementar en todo.
Pero, no pretendía formar una discusión por eso.
Aceptaba que me había distanciado de papá y mamá, solo los llegaba a ver durante la cena o el desayuno, pero la mayoría del tiempo me la pasaba por las calles de Cancún o la playa del mismo, una vez fui a un museo, creo recordar que se llamaba… esperen.
Aquí tenía un folleto del museo y justamente también el nombre: El Museo Maya de Cancún, un museo lleno de ruinas, con una temperatura muy alta para mi gusto, pero con muchos secretos y aunque la mayoría de las personas ahí hablaban en un idioma un tanto difícil para mí, procuraba asimilar las palabras.
El Museo Maya de Cancún es el único espacio en kilómetros a la redonda destinado a la exhibición de vestigios mayas. Se encuentra en el Kilómetro 16.5 del Boulevard Kukulkán.
También pude visitar la plaza de la Isla, donde pude visualizar el atardecer más hermoso.
Y allí, sentir como un día culminó, como el sol se iba y desaparecía en tonos cálidos, las personas tras de mí procuraban seguir sus vidas, mientras yo veía el atardecer y con él, la nostalgia en mi corazón.
Recordaba que cada que no podía mantener la mirada, procuraba bajarla y tomar mi pulsera. Sonreía aún cuando mis ojos se cristalizaron, Andrew y yo habíamos hechos pulseras como estas la primera vez que entró al hospital por su cáncer, Andrew tenía trece años y yo tenía doce, cada día salía de la escuela para ir a visitarlo y pasar la tarde con él y mamá como custodia, hacíamos de todo en su sala especial, aunque habían determinados momentos en los que entraba en la sala común con otros chicos como él, claro, ahí convivimos con más chicos como él, pero ahí también podía darme cuenta lo afortunado que era mi hermano, porque muchos de ellos, en ese momento ya estaban preparados para la quimioterapia, algunos ya la habían atravesado, pero otros iban a ello.
Y Andrew… Dios, Andrew era lo máximo en momentos así.
Andrew procuraba que los niños olvidarán eso, que se centrarán en otras cosas, hablaban de la última cómica o de los últimos modelos de autos, sobre el juego de fútbol o los videojuegos, sobre sus pasatiempos favoritos o sobre todo lo que no tuviera que ver con el cáncer, Andrew hacía olvidar el mal momento de ellos y los intuía a la valentía y el coraje, ayudaba a los demás a sentirse bien y a darles ánimos, muchas veces lloré en la sala, mientras Andrew practicaba sus cosas, mamá era la que me consolaba, pero en momentos no podía evitar que Andrew me viera llorar, éramos tan pequeños, tan jóvenes y Andrew afrontaba eso a sus trece años con tanta tranquilidad, que a veces me daba euforia verlo sonreír sabiendo el dolor por el que estaba pasando.
Me costaba sentarme en la mesa y no imaginar a Andrew al otro lado de la mesa peleando conmigo, me costaba mirar a mi lado del auto y no ver a mi hermano acostado con sus audífonos o viendo afuera del auto.
Me costaba vivir una vida donde Andrew no estaba.
Y muchas veces derramaba lágrimas en medio de la noche, miraba las estrellas deseando saber algo de él, miraba los atardeceres y pensaba en su sonrisa, en sus tontas imitaciones de papá o en la manera en que siempre me abrazaba para calmarme, era mi parte opuesta.
Él y yo éramos como el yin y el yang, una especie de taoísmo, que nos encantaba a ambos, porque él sabía que era mi opuesto y claro que yo solo me oponía a sus absurdas ideas, aún sabiendo que era cierto.
Peleábamos casi todo el tiempo, aún así él hallaba la manera de tomar cartas en el asunto y traerme una manzana redonda y jugosa para hacer las paces.
Ese era nuestro punto débil, ambos amábamos las manzanas a muerte y si alguno de nosotros de verdad se arrepentía de corazón, tomaba una manzana y se la daba al otro, así que cada que él venía con una debía ir yo en busca de otra para disculparme de igual manera.
Y realmente, era frustrante no poder hacer más eso con él, porque si me dieran la oportunidad iría en busca de millones de manzanas para él, si pudiera estar un solo día con él… todo sería… diferente….
Se me hacía difícil no ver a Andrew y afrontar la realidad a la que nos estábamos aproximando.
Una vida sin él, realmente no se me hacía fácil, ver a mamá todos los días, a papá sonreír, aún sabiendo que Andrew no estaba, me era difícil de digerir.
Por eso procuraba no hablar mucho con ellos, a Andrew no le gustaba que discutiera con ellos, porque no llegaría a nada, sabía que eran mis padres, que me cuidaban, pero ellos no entendían mi dolor.