Miércoles 1 de agosto.
6:15 pm.
PATRICIA DINOS.
Clarence me había hecho recorrer todo el pueblo en busca de nada.
Porque eso estábamos buscando: nada, caminábamos sin rumbo. Era completamente agotador, pero estar con el era todo un placer, amaba estar con él, y él amaba estar conmigo.
— ¿Tú hermana es policía, cierto? —, preguntó sin mirarme.
— Así es.
— ¿Por eso siempre haces desastre y no pagas condena?
— Vuelves a acertar, amor.
Bufo ante mi respuesta. Y siguió caminando dejándome un poco atrás. Caminé más rápido para alcanzarlo. Hace una hora debíamos encontrarnos con la pandilla, sí, Clarence está en algo así como una etapa de iniciación en la pandilla Cadenas de hierro; era un nombre patético, pero si mi Clarence estaba feliz por poder entrar, yo también lo estaba.
Caminé hasta poder agarrar su mano, la cuál él quitó bruscamente al apartarse de mí.
— Te he dicho que no hagas eso —, gruñó.
— Pero… —, mi voz se fue, a veces era un poco frío, brusco y un poco anti-cariño, pero yo sé muy en el fondo que él me ama tanto como yo a él.
— Camina —, dijo tajante —, nadie esperará por nosotros.
Asentí y le seguí el paso como pude.
Le conté cosas que había hecho en el día y él solo se limitaba a asentir. O simplemente a ignorarme.
Y eso me estaba molestando.
— ¿Sabes qué? —, dije deteniéndome, él me ignoró y siguió caminando —, terminamos.
Se detuvo, esperé a que se devolviera, que diera la cara, pero no lo hizo. Se encogió de hombros y siguió caminando.
Esa reacción no era la que esperaba.
¡Maldición!
Esto nunca me había pasado.
Con mi dignidad en el suelo, me adentré en un callejón, uno que me cortaba camino a mi casa. Iba pateando bolas de papel que me encontraba en mi camino; hasta que un sonido retumbó en el callejón, uno que no había provocado yo.
Corrí a esconderme tras un contenedor de basura. ¡Fue un sonido de infarto! Algo cayendo al suelo. Todo se escuchaba en el cruce del callejón, tras esa pequeña esquina. Demonios… tome cuanto aire pude y caminé sigilosamente hacía el borde de la pared.
Una asomada.
Solo una.
El sol ya casi se ha ocultado completamente así que el callejón está más oscuro de lo que esperaba.
Cuando asomo un poco mi cabeza, quedo completamente petrificada. Hay un chico tirado en el suelo, su camisa negra está desgarrada, su piel bronceada se ve sucia, su cabello largo se apega a su rostro gracias a la sangre y el sudor que lo cubren.
Dios Santo.
¡Es Jesús!
Hago amago de querer salir pero sucede.
Jesús me mira directamente a los ojos y sonríe.
Él aparta a tientas el cabello de su cara, y dice algo con sus labios, algo que puedo leer perfectamente.
Yo asiento en respuesta y me mantengo oculta. Porque a lo lejos, puedo verlo. Hay alguien más con Jesús, el causante de su agonía.
Aunque Jesús no huye, no lucha, no parece querer sobrevivir. Pero lo que leí en sus labios me recuerdan otra cosa; Jesús sobrevivirá.
O eso pensé hasta que sucedió.
El acompañante de Jesús le enterró un cuchillo por la espalda, la sonrisa de Jesús no desapareció, su sonrisa se convertía en una mueca algunos segundos, pero la sonrisa siempre volvía.
Su atacante repitió el procedimiento otras 5 veces. Yo estaba petrificada, en shock, sin palabras.
El líquido rojo cubría el cuchillo, las manos del tipo, el suelo, a Jesús…
Miré a su atacante y en la oscuridad pude ver la claridad en su cabello, su blanca piel, su cuerpo de hombre joven… casi de un chico de mi edad.
— Quizás así no estorbes más —, murmuró su atacante.
No había escuchado su voz, era una voz suave pero ronca a la vez, la voz de alguien que le encanta hacer su trabajo, de alguien que se excita al hacer algo, de alguien emocionado; casi demente.
Pero antes de analizar bien todo, el atacante agarró gran parte del cabello de Jesús en su mano hasta apretarlo en un puño. Haló de el hasta poder dejar al descubierto su cuello. Cuando el cuchillo se acercó a su cuello, grité.
Grité hasta que mi garganta ardió, grité hasta que el atacante se percató de que no estaba solo, de que había visto todo, de que sabía quién era.
Escuché como alguien se acercaba corriendo, tenía miedo de que fuera un amigo del atacante, pero no era así; era Clarence.
Llegó a mi lado y me inspeccionó de cuerpo completo, acunó mi rostro en sus manos y me obligó a mirarlo, el color miel de sus ojos me hacían sentir bien, me hacían sentir segura.
— Dime que estás bien —, murmuró cerca de mi rostro, asentí sin aún poder procesar su cercanía —, dímelo —, exigió. Recordé a Jesús.
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Editado: 24.02.2020