Sprites Luces Desconocidas

4. El guardián del túnel

«¿Un túnel?» concluyó Anne después de echarle un vistazo rápido al solitario sitio donde acababa de aparecer.

Con casi veinte metros de alto aquel sitio subterráneo no le pareció tan sombrío con las antiguas lámparas (parecidas a las que alumbraban el parque central) que iluminaban un sendero de bloques hexagonales que se perdía a lo lejos. Sobre las paredes de ambos lados del túnel había una serie de puertas intercaladas de diferentes formas y colores, distribuidas en dos filas, una inferior y otra superior (como en un segundo piso), además había escaleras de hierro que ascendían hasta la baranda que las conectaba a todas.

Recordó el celular en su mochila, ilusionada intentó encenderlo, pero no lo logró, creyó que se trataba de la batería, sin imaginarse que en aquel sitio esos aparatos se volvían inservibles.

Exhaló lo más lento que su dudoso corazón le permitió para planear algo que la sacara de ese insólito lugar al que había ido a parar y que no comprendió por más que le dio vueltas en su cabeza.

Pensó que probablemente alguna de esas puertas podría abrirse, ninguna tenía cerrojo por lo que no necesitaría una llave, así que trató con algunas del nivel inferior. Todas eran de madera y se aferraban con fuerza a la pared, pero por más que intentó no logró abrirlas, entonces subió las escaleras e hizo lo mismo con las puertas del segundo nivel, pero por más que tiró del picaporte ninguna cedió. Creyó que se trataba de una extraña decoración. Aquello la confundió aún más.

«¡Una salida!», pensó al percibir una ligera luz proveniente del fondo. Se encaminó hacia ese sitio cuando la extraña silueta apareció, a solo un par de lámparas.

            ―¿Por qué me trajiste aquí? ―preguntó con voz trémula―. ¿Quién eres? ¿Q-Qué es este lugar? ―le insistió con preocupación―. ¡Responde!

            ―Eposa marsp in te retia ―susurró con voz pausada el desconocido cuando la miró por encima del hombro, ocultándose del resplandor.

            ―¿Qué dices? N-No entiendo.

            ―Eposa marsp in te retia ―repitió―. Eposa Anne ―le dijo antes de que su cuerpo se envolviera en un destello brillante de líneas doradas y plateadas, y desapareciera por completo―. Eposa ―se escuchó en un instantáneo eco.

Anne se quedó perpleja, no entendió que eran aquellos destellos y mucho menos la frase que había escuchado en ese desconocido idioma. La misma sensación de extrañeza volvió a inundarla, y la obligó a seguir caminando, a buscar una salida si es que la había.

Las mismas puertas y las mismas lámparas avanzaron con ella, esperaba que aquello no fuese un sueño, el pinchazo en su mano le confirmó que no lo era. Creyó que estaba dando vueltas en el mismo sitio cuando se topó con lo que parecía un mostrador hecho de un tronco de árbol, uno grueso y curvado; a su lado una lámpara incrustada sobre la pared iluminaba el sitio. Detrás del mostrador había un hombre anciano con una capa de color cenizo como la barba que se adhería a su mentón, una barba tan larga que estaba trenzada.

            ―¿Hola? ―preguntó Anne, esperando que ese segundo extraño comprendiera su idioma―. ¿Señor?

El hombre apartó la vista del grueso libro sobre el que escribía con una pluma de ganso, para fijarla en su visitante inesperada.

            ―¿Puede ayudarme? ¿Me entiende? ¿Q-Qué es este lugar? ¿Qué hago aquí?  ―farfulló sin darle tiempo al hombre para que respondiera―. ¿Quién era el extraño de la capa? ¿Quién es usted? ¿P-Puede entenderme? ¿Me puede ayudar?

            ―¡Jovencita! ―exclamó el hombre calvo con una voz ronca y seria―. Una pregunta una respuesta, dos preguntas dos respuestas, demasiadas son demasiado esfuerzo para el oído cansado.

Anne lo miró confundida sin saber qué decir ahora que tenía su atención.

            ―¡Jóvenes, jóvenes… cuestionan todo, pero no entienden nada!... Si ya no tienes preguntas yo te haré una… ¿Posees un nombre, jovencita extraña?

            ―¿Y-Yo soy extraña? ―tartamudeó un poco.

       ―¿Por qué dudas? ―Cerró su libro y la observó fijamente levantando sus colmadas cejas blancuzcas―. Es triste no tener un nombre, es trágico no saber quién eres, pero más tragedia encuentro en aquellos que aun sabiendo su nombre desconocen quienes son en realidad y peor aún, lo que pueden llegar a ser ¿No te parece?

            ―Supongo que si ―murmuró―. Pero yo si lo sé, soy A-Anne… Annelise Gagnon ―exclamó lo más segura que pudo.

            ―¡Aja!… Interesante… ya veo, ya veo, porque si no veo me quedo ciego. ―Tosió disimulando su risa―. Anne, Annelise, Gagnon, Gagnon… interesante, es interesante.

            ―¿Y quién es usted?

            ―¡El guardián del túnel! ―gritó con orgullo. Hizo una pequeña reverencia señalándose con ambas manos―. A tu servicio… cuando trabajo.

            ―¿Guardián del túnel? ―El anciano asintió―. ¿Pero cuál es su nombre real?

            ―¡Ya te lo he dicho, soy el guardián del túnel! ―exclamó indignado―. ¡Jóvenes, cuestionan todo, pero no entienden nada!

            ―¿Y que es este lugar? ―preguntó Anne, advirtiendo que su pregunta anterior no la llevaría a nada.




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