Sara
Lili duerme con los brazos extendidos y la boquita entreabierta. Su respiración es tranquila, suave, y sus pequeños deditos se mueven ligeramente mientras sueña. Yo también debería estar durmiendo, pero no puedo. Mis ojos se niegan a cerrarse. La cabeza me zumba tras la noche de ayer, los párpados pesan, pero apenas los cierro, una oleada de ansiedad me inunda.
Solo necesito un poco de aire fresco y unos minutos de absoluto silencio.
Suspiro y me deslizo con cuidado hasta el borde de la cama. Intento no molestar a la pequeña para ganarme algo de tiempo. Pero antes de levantarme, mi mirada se posa por accidente en sus diminutos dientes. Me quedo inmóvil.
¿Qué…?
Me inclino más cerca, concentrándome en su mandíbula inferior. Sí, es lo que creo. ¡Le ha salido otro diente!
Contengo una risa. ¡Claro! Por eso sufrió tanto anoche. Cada vez que le sale un diente, vivimos un pequeño apocalipsis. Y yo ya me había imaginado lo peor, lista para correr al pediatra local.
Ahora solo queda rezar para que ningún otro diente decida aparecer en los próximos días. Ya tuve suficiente.
Le acaricio la mejilla con delicadeza, y ella frunce el ceño, murmurando entre sueños. Por fin la fiebre se ha ido.
De pronto, el teléfono vibra sobre la mesita de noche. Doy un respingo y contesto apresurada, con un susurro, para no despertar a Lili. Supongo que es Hunter. Seguramente quiere saber cómo estamos.
—¡Hola! —murmuro, saliendo de puntillas de la habitación.
Pero al otro lado no está su voz.
—Hola, cariño.
Mi corazón se encoge de miedo. El móvil casi se me cae de las manos.
No es Hunter.
Es él. Ryan.
—Me alegra oírte —su voz es suave, casi juguetona, pero sé que bajo ese tono se esconde la furia—. Ya te echo de menos.
Mis dedos se tensan. El pánico me oprime el pecho.
—Déjame en paz —susurro, pero mi voz tiembla.
—Oh, Sara, los dos sabemos que eso es imposible —sonríe. Lo veo en mi mente aunque no esté frente a mí—. Me quitaste a mi hija. ¿Crees que voy a dejarlo pasar?
No respondo. No puedo. Ninguna palabra servirá. Nunca escucha. Nunca le importó.
La garganta se me cierra. Me cuesta respirar.
Quiero colgar. Bloquear otro número más. Eso me dará un día o dos. Pero entonces, suena un golpe en la ventana.
Salto, temblando.
¡Me encontró! Dios, ¡me encontró! El pánico me sacude desde dentro, me aprieta las costillas. No, no, no… ¡No ahora!
Retrocedo varios pasos, apretando el teléfono con tanta fuerza que los nudillos se me ponen blancos. Siento el sudor frío en la piel. Miro hacia las escaleras. Lili sigue durmiendo. Por ahora, está a salvo. Si hace falta, protegeré esas escaleras con mi vida, pero no dejaré que él suba.
¿Qué hago? La ansiedad me inunda. Odio sentirme así. Me siento débil. Incapaz de controlarme.
Otro golpe. Más fuerte.
Contengo el aliento. Tengo que actuar. Me acerco al ventanal, con pasos sigilosos. Mis dedos se aferran al borde y me inclino. Solo necesito un segundo para ver que no es Ryan.
El alivio me cae como un alud.
En la entrada hay un chico alto con un suéter oscuro. Sus rasgos me resultan familiares, aunque nunca lo he visto en persona. A su lado hay una chica, un poco más baja, con una chaqueta colorida.
Es Oliver.
Trago saliva, tratando de calmar mi corazón.
Otro golpe. Y una voz:
—¡Hunter! ¿Estás en casa? ¡Abre, que nos congelamos aquí!
Miro de nuevo al chico del suéter. También parece algo tenso.
Mi hermano. Mi verdadero hermano mayor.