El taxi vuela rumbo al estadio más rápido de lo que esperaba, pero igual no me salva. El reloj del móvil ya marca que llego bastante tarde. Si no fuera por las malditas llaves en el inodoro, ya estaría calentando con el equipo y no suplicándole al conductor que se pase los semáforos en rojo.
A medida que nos acercamos al estadio, me preparo mentalmente para lo peor. El entrenador Koval tiene una regla: si llegas tarde, te ganaste tu infierno personal. No perdona a nadie, y mucho menos a mí. No es que le tenga miedo (bueno, un poco sí), pero tengo claro que este día va a acabar en agotamiento absoluto y con agujetas hasta en las pestañas.
Salto del taxi, lanzo los billetes al conductor, agarro el bolso y corro hacia la entrada. Los pasillos ya están vacíos. Todos están sobre el hielo. Intento colarme sin que nadie me vea y llegar al vestuario, pero, por supuesto, no tengo suerte.
—¿Desde cuándo tienes horario libre, Reeves? —resuena la voz del entrenador.
Agarro el bolso con más fuerza y giro la cabeza despacio. Koval está de pie en el centro de la pista, brazos cruzados, mirándome como si intentara agujerearme con los ojos. Menos mal que no tiene superpoderes. Lo juro, sería el villano perfecto. Alrededor, el equipo ya termina de calentar y toma posición para la práctica. Algunos se ríen abiertamente, sobre todo Maxwell y Trent. Genial. Ya me los veo acosándome a preguntas después del entrenamiento.
—Lo siento, coach. Fue por… temas de casa —murmuro, sabiendo que a nadie le importa mi excusa.
—Oh, claro, temas de casa —repite con sarcasmo, rodando los ojos—. Qué amable de tu parte regalarnos un poco de tu atención, Reeves. Muy generoso. Ahora paga tu retraso.
Me preparo mentalmente para los típicos sprints de castigo, pero Koval hoy está especialmente sádico. ¿Se levantó con el pie izquierdo? ¿Su madre lo obligó a desayunar avena otra vez?
—Veinte minutos de cargas. Con Wilson.
Me congelo.
Los chicos sueltan un «ooooooh» colectivo. Alguien incluso se lleva la mano a la cabeza.
Wilson es nuestro defensa. Una montaña de músculos de dos metros que solo sabe mostrar una emoción: ganas de estamparte contra la valla. Sus cargas no son choques. Son sesiones de exorcismo.
—Coach… ¿no preferiría que corriera? —intento negociar—. Al fin y al cabo, en el último partido marqué el gol decisivo…
—¡Y por eso también te castigo! ¡Tú no tienes que marcar goles! ¡Esa no es tu función! ¡Tenías que pasarla a Trent o Cooper! Pero no… se te olvidó por completo la estrategia de equipo, porque querías lucirte delante de las fans. A ver si te queda claro: tu trabajo principal es intimidar al rival. ¡Hacer que se caguen encima!
—Si sigue gritándome así, el que se va a cagar soy yo… —murmuro entre dientes.
—¿Qué dijiste? ¡Habla más alto!
—Nada, nada. ¡Todo bien! —fuerzo una sonrisa—. Veinte minutos de cargas, ¡perfecto para empezar el día!
Los chicos se ríen. Me pongo el equipo, salgo al hielo y veo a Wilson —ese Shrek sobre patines— ya listo en posición.
—¿Listo? —pregunta.
—Estoy que no me lo creo —gruño, apretando los dientes.
Wilson me arrolla con el hombro y siento que mis costillas me odian aún más que Koval. Aguanto las primeras cargas. Pero para el minuto diez, mi orgullo empieza a romperse como mis huesos cada vez que Wilson me embiste. Mierda, esto es inhumano.
Cuando por fin termina el castigo, apenas me sostengo. Lo juro: no vuelvo a llegar tarde. Prefiero dormir fuera del estadio que volver a pasar por esto.
Camino tambaleándome hacia el banquillo. Escucho a los chicos cuchichear entre ellos. Me dejo caer, listo para no moverme durante media hora, pero Trent me da un leve codazo.
—Hey, Reeves. ¿Ya lo viste?
Parpadeo.
—¿A quién?
Trent señala con la barbilla hacia el hielo.
—Al nuevo.
Giro la cabeza, tenso. Entre los nuestros hay uno que no reconozco. Alto, fuerte, con una presencia arrogante. Su estilo sobre el hielo es agresivo, casi desafiante. No está entrenando: se está luciendo.
—¿Quién es? —susurro, sintiendo un escalofrío en la espalda.
—Se llama Cross. Era el matón de los Ice Bisons. Jugaba en una liga menor, pero últimamente está rompiéndola tanto que Koval casi pagó de su bolsillo para traerlo al equipo —Trent sonríe, pero sus ojos no tienen ni pizca de humor—. Y me da que viene a por tu puesto, amigo.
Aprieto la mandíbula.
Que se joda. No voy a ceder mi lugar. Me trago un poco de agua y vuelvo al hielo.