El lugar era pintoresco, tal y como Julian se lo había prometido.
La hermosa casa decorada con acabados de madera, tapices dorados y cortinas que combinaban con los colores en cada habitación. Las ventanas habían sido hechas de manera que toda la casa contara con luz exterior y no la de las lámparas, por lo cual solamente las usaban durante la noche.
Los jardines eran maravillosos, y el lago frente a la casa le daba un aspecto casi mágico.
Incluso al descansar sobre la ventana podía escuchar las olas del mar chocar contra el acantilado que se encontraba cerca de la casa.
Se preguntó si los Vasco Avellaneda habían elegido ese lugar porque era el más apartado del pueblo o porque el risco no permitía que alguien se acercara sin que se dieran cuenta de ello.
Charles se recargó sobre el marco de la ventana, observando como los niños jugaban frente al lago mientras la luz del atardecer aún les favorecía para tal acto.
Extrañaba la hora del té, pero no podía exigirle a esa familia que se adaptaran a sus costumbres. Dio una calada y vacío la pipa con un par de golpecitos contra la pared. Se encontraba esperando que lo llamaran a cenar, debía estar en su habitación pero no podía soportar el encierro, más porque estaba escapando de uno.
Casarlo. Su familia quería casarlo.
Era un soltero deseable de veintiocho años con una vida de aventuras por delante, no iba a comprometerse con una mujer sumisa que lo único que deseaba era vestir de blanco y ser la señora de una casa. Eso no era para él. Pensó en su amigo Julian, a quien conoció en un carnaval cuando eran jóvenes. Juntos se metieron en problemas y juntos salieron de ellos. Nada como una pelea con franceses para establecer lazos con un amigo. A él no le había molestado comprometerse y casarse, a pesar de que habían hablado sobre vivir esas aventuras juntos, subir a un barco, o a un caballo y llegar hasta donde el sol tocaba el horizonte.
No podía culparlo por renunciar a eso, pues Mireya lo había cautivado en cuanto la conoció en aquel baile, se casaron, tuvieron hijos y Julian parecía no caber dentro de sí mismo de tanta felicidad. Incluso hizo que Charles se planteara la idea de casarse… no con una mujer elegida por su familia, si no por alguien de carácter firme, como su amigo describía a las españolas. Aunque la única española que conocía fuera de Mireya, era la hermana de Julian, la cual le habían presentado esa misma tarde. Con quien trató de ser amable y terminó siendo llamado cuervo.
Sacudió la cabeza y se levantó, guardando la pipa en la bolsa interior de su chaleco. Él no estaba ahí para conseguir una esposa, Charles había pedido refugio a Julian para escapar de su familia aristócrata.
Escuchó como los llamaban para cenar, así que bajó las escaleras, haciendo un molesto ruido con sus zapatos que a su madre hubiera sacado de sus casillas.
Entró en el comedor y observó como la mesa se encontraba ocupada por Julian, Mireya y sus tres hijos. Había dos sillas vacías pero con los platos puestos al frente, como si alguien pudiera llegar en cualquier momento a mitad de la cena.
―Buenas noches― saludó Charles y tomó asiento frente a Julian, al lado de los niños.
Uno de los sirvientes se acercó a servir vino en su copa, mientras que veía como Julian se inclinaba sobre Mireya y besaba su mano. No temían mostrar su afecto, como en su propia familia.
―Espero que te guste la cena, Charles― comentó Mireya.
―Estoy seguro de que será deliciosa.
Estuvo a punto de agregar otras palabras, cuando las puertas a la cocina se abrieron y salieron los sirvientes con el platillo principal. Era una clase de sopa que Charles no supo reconocer, pero dejó de importarle al disfrutar el sabor y la textura.
Levantó la cabeza de observar su cena, para dirigir su atención a un ruido en la entrada.
― ¡Úrsula!― gritó una voz masculina.
Julian se puso de pie y se dirigió a las escaleras. Poco después regresó, acompañado por un hombre muy parecido a él, de cabello entrecano y un traje que esa mañana debió haber estado limpio.
―Charles― dijo Julian con reservada actitud, el hombre se apoyaba en él―. Permíteme presentar Don Alberto Vasco de Avellaneda, mi padre.
Se puso de pie casi de manera inmediata, una práctica que no podría olvidar aunque volviera a nacer.
―Es un honor conocerlo― comentó Charles.
― ¿Dónde está Úrsula?― preguntó Don Alberto, sin siquiera mirar en su dirección.
―Ha viajado para ayudar a Catalina con su hijo― explicó Mireya―. El nuevo niño en la familia.
―Si…― murmuró Don Alberto.
Y se marchó en dirección a las escaleras, el mayordomo se acercó para ayudarlo.
Charles apostaría su ridícula fortuna a que el hombre se encontraba en estado de ebriedad.
Escuchó a los niños murmurar algo y a Mireya mandarlos callar. Después de eso, la cena pasó sin mayor contratiempo.
Mientras se encontraban en la sala, bebiendo vino y disfrutando del postre, una segunda persona interrumpió la conversación.
―Lamento no haber estado en la cena― dijo Catarina y se acercó al lado de Mireya, para tomar de los pequeños pasteles de limón.
Julian le dio una mirada divertida.
―Es casi un acto de misericordia que decidieras acompañarnos durante el postre― exclamó él.
―Me temo que los he librado de una mala compañía. El cuervo de esta tarde…― dijo, mirando en dirección a Charles― ¿Por qué lo han dejado entrar en la casa?