Las penurias, esas que llegan con el invierno, estaban próximas; es casi como una regla que el frío viento traiga consigo melancolía, lo sé porque lo he visto. Con tantos años en este bar, aprendí a observar a quienes están del otro lado de la barra, ese selecto grupo de gente que, a su vez, se divide en tres grupos:
Aquellos que vienen al bar solo por un trago, toman un respiro y dejan el estrés de la oficina en el cenicero junto a un cigarrillo a medio fumar.
Después esos que buscan un amor de media noche, los que lanzan miradas sinuosas y furtivas, llenas de expectativas que al salir el sol se desvanecen.
Por último, están los veteranos, me gusta llamarlos así porque desde hace años vienen con regularidad, se podría decir que siempre están aquí. Ellos son a quienes más me gusta observar, no cruzamos palabras, pero su sola presencia me cuenta tantas cosas y es que en cada sorbo que dan, ya sea un gin tonic o una simple cerveza, dejan asomar por sus pupilas la magia del ayer, de vivencias que han forjado su espíritu y me pregunto, ¿cuántas historias hay detrás de cada uno de ellos? Historias como la del señor José Luis, aún recuerdo todo con detalle, desde el día en que noté su ausencia y el momento en que supe el porqué de la misma.
Era jueves y los chaparrones de enero me habían retrasado, las finas gotas de agua se colaban por entre las roturas de mi viejo paraguas e ir corriendo por la ciudad me había hecho presa de los múltiples charcos que estancaban el agua sucia, el frío me calaba los huesos mientras pensaba: debería aceptarle un cigarrillo a José Luis, sí, eso haré, me dije y apresurando el paso doblé en la esquina para por fin llegar al bar, con las manos temblorosas saqueé de mi bolsillo las escurridizas llaves, me despojé del abrigo húmedo y acomodándome el cuello de la camisa me dispuse a esperar ansiosamente la llegada de José Luis, en serio añoraba el cigarrillo que cada tarde me ofrecía y el cual yo con cinismo me negaba a recibir, puesto que en las madrugadas en que el insomnio me acosaba solía fumar con frenesí, al ver que no llegaba me resigné a prepararme una de esas insípidas sopas de microondas. La tarde avanzó, diferentes personas vinieron, pero de José Luis no supe nada, no llegó. Los días posteriores la mesa donde él se sentaba quedó vacía, no solo yo comenzaba a extrañarlo, pues la vieja rokola, esa que al son de la melancolía tocaba boleros de antaño se negaba a funcionar, como si supiera que aquel quien fuera el único capaz de apreciar su melodía no estaba. Al final de la noche el eco que restaba en las paredes preguntaba ¿Dónde está José Luis? Y yo con un optimismo apenas creíble, les respondía, quizás mañana vendrá. Semanas pasaron y la mesa que había sido olvidada por José Luis, era ocupada por unos universitarios que ignoraban el hecho de que aún eran indignos de sentarse ahí, entonces a lo lejos como el rey que vuelve de su cruzada, glorioso y gallardo regresaba José Luis, se detuvo unos segundos en el umbral de la puerta como esperando una invitación, o en su defecto tratando de hallar valor para entrar, luego de un rato al fin entró y al ver su mesa ocupada, se paró frente a la barra, sacudió un poco uno de los bancos de madera y se sentó. Llevaba una chaqueta café de cuero, sus cabellos negros y lacios ligeramente enmarañados por el viento, en sus ojos era evidente un cansancio rezagado y el tararear que solía acompañarlo había enmudecido.
—¿Una semana difícil? —Le pregunté, esperando una fantástica historia que explicara su ausencia.
—Más bien una vida difícil —Dijo él, con pesar.
Me pidió un tarro de cerveza y sin demora se la di, la miró un largo rato, hasta que la espuma hubo desaparecido, la tomó en sus manos, la acercó a su boca y en una pausa que a mi parecer fue eterna la alejó de sus labios, puso un billete en la barra y se marchó. ¿Qué había pasado? ¿Qué estaba mal? No alcanzaba a comprender el porqué de lo sucedido, no entendía si había hecho algo mal y en su cortesía José Luis no me había dicho nada, se había marchado dejándome con un montón de incógnitas rondando mi mente. Un mes entero pasó para que José Luis volviera al bar, con un andar bastante fatigado, un semblante desmejorado y la barba a medio crecer, ocupó un lugar en la barra y con voz un tanto temerosa diría yo, pidió una cerveza, esta vez me aseguré que fuera perfecta que el tarro estuviera impecable, que la temperatura fuera la correcta, que no hubiera nada que le impidiera beberla. Apenas coloqué la cerveza frente a él, sus manos se abalanzaron sobre ella, un temblor proveniente del éxtasis que le provocaba su evidente necesidad de alcohol hizo que se derramara y ocurrió de nuevo, como el sediento que a poco de morir de sed encuentra agua, así José Luis acercó el tan deseado líquido que contenía aquel tarro y a pocos milímetros de llegar a sus labios se frenó de golpe, respiró profundamente y exhalo con dificultad. Veía en su rostro sus inmensas ganas de beber, pero también veía en él algo mucho más intenso que contenía sus impulsos.
—No voy a ser tu esclavo. —Dijo al tiempo en que arrojaba la cerveza al suelo. —No me lo vas a quitar a él, así como me quitaste a mi hija.
Lagrimas se fugaban de sus ojos, espesas lagrimas que, ante su impotencia y debilidad brotaban de su corazón.
—Estoy seguro que crees que soy un viejo loco y estúpido, jamás entenderías. Nunca nadie ha entendido. Perdí a mi hija por la maldita bebida, he estado ebrio la mitad de mi vida y no recuerdo gran parte de su niñez. La última vez que vi a mi pequeña Rebeca fue el día en que me perdí su recital del día del padre, me esperó, me esperó y no llegué porque la noche anterior había bebido y estaba ahogado en alcohol, cuando recordé su recital y fui a verla, ya era tarde, todos se habían marchado y ahí estaba ella, en sus ojitos se reflejaba cuan decepcionada se sentía... le causé heridas imposibles de curar. No volví a verla, me quedé solo, solo con el maldito alcohol.