Me desperté temprano a la mañana siguiente, tanto que incluso aún parecía de noche. Solía ocurrirme eso, y tenía ciertas teorías para explicar por qué era una persona tan mañanera. Entre ellas, creía que me había acostumbrado a levantarme temprano: lo hacía todos los días, excepto de los fines de semana.
Entreabrí mis ojos varias veces antes de abrirlos por completo. Sinceramente, en ocasiones dejaba que la pereza me ganara, y esta era una de ellas. Deseaba quedarme allí para siempre, acurrucada en mi cama bajo la protección de las frazadas y sábanas. No había sensación más hermosa que esa. Sabía que tan pronto como saliera de mi cama sentiría el frío fluir por mi cuerpo, y sería casi una necesidad ponerme ropa. No quería moverme.
Sábado, era sábado. Ese día de la semana en particular parecía un milagro del cielo. No había que hacer nada. Podía olvidarme de los deberes, de la escuela y de mis fastidiosos profesores. Suspiré aliviada. Lo estaba pasando de maravilla, ese pensamiento me había hecho sonreír y no podía dejar de pensar en el gran día que sería.
Pude oír ruidos en la puerta frontal: alguien tocaba, y lo hacía tan rápido y de una forma tan persistente que era notable que no se iría hasta que alguien lo dejara entrar. Esperé unos segundos rogando que mi madre estuviera despierta, que no me viera obligada a salir de mi habitación. O tal vez me avergonzaba tener que atender a las visitas en pijama.
— ¡Abran o tiraré la puerta!— gritó una fuerte y potente voz. Me estremecí de pies a cabeza: sabía de quién se trataba, y estaba completamente segura de que si decía que haría semejante cosa, realmente lo haría. Tomé un abrigo, y me levanté de un salto. Me puse unas pantuflas mullidas, y me dispuse a abrir la puerta.
— Finalmente— masculló el hombre al verme. Lo miré con disgusto; todos en el pueblo solían hacerlo. Era la persona más detestada: el recaudador de impuestos. Tyron Lynch era un hombre alto y refinado, que había ocupado su puesto debido a su cercanía con su majestad. Era bien conocido por su crueldad y arrogancia, nunca parecía importarle nada, nada más que el dinero. Su cabello negro, largo y lacio siempre estaba pegado a su nuca, cómo si le aplicara alguna especie de crema cada mañana. Sus ojos eran gris oscuro. Mostraban solamente crueldad cuando él tenía que arrancarle a algún campesino sus bienes si no podía pagar los impuestos, que por cierto eran cada vez más altos e inaccesibles.
— ¿Qué quieres?— le pregunté con desgano. En mi interior, los nervios me invadían y el miedo me azotaba. Pero, siempre y cuando pasara desapercibido, no me importaría. Prefería aparentar ser una persona fuerte y tranquila antes que rendirme a sus pies y hacer lo que pidiera, como todos nuestros vecinos.
— ¡Ja! Qué insolente niña. Vengo a cobrar impuestos— explicó él restándole importancia. Fruncí el ceño, la gente como él me irritaba con facilidad. Se creían superiores a los demás, y utilizaban eso a su favor.
— A mí no me engañas. Ayer viniste a cobrar los impuestos— repuse burlona.
— Pues hoy han subido— respondió él divertido, desenrollando un trozo de papel para entregármelo. Mis ojos se abrieron desorbitados. En tan solo un día los impuestos habían subido un 21%. Imposible, simplemente imposible.
— No pueden hacer esto, es inaudito— grité incrédula.
— ¿Eso crees?— preguntó una voz suave detrás de Tyron. Era la voz más suave y dulce que había oído en mi vida entera. Parecía pertenecer a un ángel, definitivamente un ángel caído del cielo. O un ángel del infierno...
— Majestad, la niña no quería decir eso, ella nos pagará— aseguró Tyron con nerviosismo, mientras me miraba para que corroborara sus palabras, pero yo solo la miré. Era majestuosa. Vestía con el atuendo más precioso que había visto: parecía un vestido hecho de cristal, ¿Acaso ella no tenía frío? Su pelo era negro como la noche, y sus ojos fríos de un color celeste vivo me observaban de pies a cabeza. Jamás había visto a la reina en persona, y jamás había pensado que ese encuentro sucediera así. Al mirar al suelo recordé el estado en que me encontraba, ¡Qué vergüenza! Recibir a la reina en pijama era algo impensable. Luego comencé a pensar: algo no andaba bien. La reina nunca salía de su castillo, que era de hielo puro, y mucho menos para ver cómo su fiel vasallo recaudaba impuestos; esa visita se debía a algo más.
Editado: 26.06.2020