El tiempo había pintado las paredes de las casas del mismo color añejo. La naturaleza se abría paso a través de los cristales rotos de los edificios y a la distancia un columpio vacío hacía ya demasiados años se mecía con la brisa fría del otoño.
El silencio lo envolvía todo como un manto negro y se llevaba consigo las voces acalladas de lo que algún día había sido una ciudad con niños, con risas y esperanzas. Ahora, aquello no quedaba más que en los recuerdos de la historia.
Daya se dirigió hacia el columpio y se sentó en él. Se quitó la máscara que llevaba. De todas formas no le duraría para siempre y no le habían dado otra. Ya no tenía sentido fingir que tenía alguna oportunidad de sobrevivir. Tan solo las plantas podrían resistir en ese lugar letal. No había visto ningún animal, ni insectos, ni rastro alguno de los seres vivos que según los libros solían habitar el planeta.
Alguna vez había estado orgullosa de haber pertenecido a aquel grupo ínfimo de humanos que había sobrevivido a la gran explosión. Ahora, le parecía estúpido el sistema de selección artificial. "Mérito" lo llamaban los sabios gobernantes. Ella no había hecho nada, tan solo había estado en el vientre de su madre, quien se encontraba en el lugar preciso y en el momento indicado. Sus conocimientos de ingeniería habían sido útiles en la construcción de las ciudades subterráneas que los albergaban a todos. Daya simplemente había nacido allí.
Pensar en su madre provocó que se le cerrara la garganta o quizás la radiación ya estaba haciendo su efecto. Se preguntó cómo reaccionaría la única familia que había tenido cuando se enterase de que había sido desterrada del refugio que la vio crecer. Ser expulsada al mundo exterior era lo mismo que ser condenada a muerte.
Revisó el pequeño morral que le habían entregado antes de arrastrarla hacia el ascensor que la llevaría a un mundo inhabitable desde hacía más de veinte años. Un cuchillo, una muda de ropa, una cantimplora y una ración de alimento que no le duraría más de dos días. Soltó una risa amarga. Si sobrevivía siete años, los piadosos líderes le habían prometido que la dejarían regresar. Pero nada podía vivir allí afuera. Ni siquiera aquellos que habían sido desterrados tan solo por el lapso de una semana habían regresado. Su final ya estaba escrito.
Daya miró el cielo teñido de naranja y ocre. Observó el atardecer por primera vez en su vida y se quedó maravillada por una fracción de segundo. Sin embargo, su fascinación no duró más que unos instantes. Era consciente de que pronto se ocultaría la única fuente de luz con la que contaba y no le habían dejado ni siquiera una linterna o cerillas para encender una fogata.
Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para levantarse e ir a buscar un refugio en donde pasar la noche. Intentó abrir la puerta de entrada de una docena de casas hasta que finalmente encontró una que no tenía cerrojo.
Agradeció no hallar dentro ningún cuerpo putrefacto y se decepcionó al no encontrar ninguna fuente de alimento en la cocina. Tampoco salía agua de los grifos.
Decidió que el siguiente amanecer caminaría hacia al sur. Allí se suponía que la explosión de radiación solar había sido menos dañina. Quizá, si tenía suerte, podría encontrar algún asentamiento humano, pero había aprendido que la suerte nunca estaba de su lado.
Entró en una pequeña habitación que desprendía olor a encierro y a humedad, pero que aún así resultaba más prometedora que la perspectiva de dormir al intemperie. Quitó las polvorientas sábanas que cubrían un colchón viejo y se recostó hecha un ovillo sobre la cama. Sus sueños nunca tenían piedad con ella y aquella noche no hicieron una excepción y las pesadillas gobernaron su última noche.
Despertó sobresaltada como tantas otras veces. Intentó gritar, pero no pudo. Intentó tomar aire, pero su garganta estaba cerrada. Se incorporó llevando sus manos hacia su garganta. No podía respirar.
El pecho le dolía y se sentía mareada. El sufrimiento pronto desaparecería, en unos segundos dejaría de existir y ya no tendría que preocuparse por nada más. Aunque lo intentó, no pudo mantener los ojos abiertos por más tiempo. Cerró sus párpados tan solo por un instante y cuando volvió a abrirlos lo primero que vio fue una luz pálida sobre su cabeza que la atraía como solo lo prohibido puede atraer.
La luz se fue volviendo tenue y cobró forma humanoide. Daya no temía, había cierta paz en aquella criatura. Se incorporó y observó que varios seres de luz comenzaban a rodearla. Se comunicaron sin mediar palabra alguna, pero a pesar de que ella era humana, pudo comprender que le daban la bienvenida a su nueva vida. Podría empezar de nuevo, todo estaría bien.
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Editado: 19.09.2020