Superhéroe

1

     Kinyo se movía rápidamente. Tras él había una jauría de perros zombi que su enemigo había enviado a perseguirlo. A su lado vio una hermosa caída de agua que formaba una pequeña laguna. Aunque disfrutó la belleza del paisaje —nunca había permitido que las situaciones de ansiedad y peligro le impidieran hacer—,  lo que llamó su atención fue que detrás de la cascada se podía adivinar una cueva.

     Rápidamente analizó las ventajas y desventajas tácticas y estratégicas de dirigirse a la cueva: desde el punto de vista táctico (beneficios inmediatos en la batalla), representaba una ventaja, porque reduciría en gran medida el frente de sus enemigos inmediatos e imposibilitaría que lo rodearan. Para ello debía encontrar un pasaje estrecho dentro de la cueva que le permitiera enfrentar un perro zombi a la vez. En un enfrentamiento uno a uno sabía que él ganaría.  Desde  el punto de vista estratégico, no se veía tan beneficioso. Por el contrario, significaría quedar atrapado batallando con sus seguidores inmediatos mientras el grupo más poderoso de sus enemigos lo alcanzaban.

     Subió la mirada para estudiar el terreno por recorrer. Vio que era un paisaje despejado donde no tendría defensas. Los perros lo alcanzarían fácilmente y podrían rodearlo. El no tenía uno de los súper poderes de su hermano: la velocidad. No lo pensó más y se dirigió a la cueva. En ella podría haber grutas y otras salidas. También podría darle tiempo, si el grueso de los zombis pasaba de largo, para luego regresar sobre sus pasos al no conseguir su rastro y el de los perros.

     De mala gana, Guardó su sable corto y se lanzó en la laguna. El agua fría lo llenó de energía. La atravesó a nado y trepó por las piedras.

     Mientras subía a la entrada, los perros, que habían pasado de largo, regresaron y, al parecer, pudieron olfatearlo —o percibir su aura energética, Kinyo no lo sabía.

     No perdió tiempo maldiciendo o lamentándose. Inmediatamente entró en la cueva para examinarla. Dentro, la oscuridad era absoluta. Esa era una desventaja que no había considerado: él necesitaba algo de luz; los perros zombi no. Colocó el mango de su sable largo entre las rocas —como los samuráis, tenía un sable largo y uno corto—, así lo mantuvo fijo. Abrió un pequeño bolso de cuero, que siempre frotaba con cebo para que fuera impermeable, y extrajo dos rocas que usaba para hacer chispas, más un trozo de tela húmedo con combustible. Rodeo la punta del sable con ella y comenzó a chocar las rocas. Inmediatamente, comenzaron a saltar las chispas que encendieron la tela. La cueva se iluminó. Kinyo vio que era muy alta, con algunas estalactitas, pero no veía cerca entradas o grutas. Ya la jauría estaba llegando a la entrada. Él confiaba que se tardaran un poco más, al resbalar en las rocas mientras trataran de subir a la entrada de la cueva. Subió el antebrazo con el sable para que su punta quedara es su espalda. Así la luz de las llaman no pegaban directamente en sus pupilas. Rápidamente sus ojos se adaptaron a la poca luz.

     La cueva estaba llena de agua. No podía saber si el fondo era profundo. A lo lejos y un poco a su izquierda, como a tres metros sobre el piso, ahora sí pudo ver la una gruta amplia por la que caía el agua que formaba el pozo interno. Con cuidado de no caer, se dirigió en esa dirección. El agua del piso le llegaba a las rodillas, no mucho más. Al llegar a la base de la caída, introdujo la vaina del sable en un orificio entre dos rocas de de un color un gris plomizo. Sacó una cuerda muy fina, pero resistente, que tenía un nudo corredizo. Llevó la pequeña horca hasta el pedazo de vaina que salía de las rocas. Ya los perros estaban entrando a la cueva y empezaban a lanzarse al agua. No se apresuró. Con cuidado y decisión, comenzó a trepar hasta la entrada de la gruta. Cuando estaba llegando, el primer perro estaba ya en la base. Brincó, tratando de subir por las rocas y alcanzarlo, pero resbaló y cayó en el pozo interno de la cueva. Una vez parado en la entrada de la gruta, observó al grupo de perros tratando de subir. Como había previsto, en su desesperación por capturarlo, resbalaban y eran incapaces de ver una escalera que se formada entre las rocas.

     Tiró de la cuerda y subió su sable. Le dio la espalda a los perros e iluminó dentro de la gruta. Se veía un túnel estrecho, no mucho más alto que él. Pero no podía ver mucho más allá, porque debía colocar su improvisada antorcha frente a él y la luz las llamas ahora pegaban directamente en las pupilas.

     «Al menos este sitio me da la ventaja táctica que buscaba», pensó. Pero sabía que debía encontrar una salida. De lo contrario sus enemigos sólo tendrían que acampar en la laguna externa y esperar que muriera de hambre. Esa es la base de los asedios: esperar hasta que los asediados mueran de inanición o que se enfrenten a tus fuerzas cuando ya están más débiles y desesperados.

     Ahora sí debía moverse rápido. De no conseguir una salida, debía buscar la manera de eliminar la jauría zombi y rogar que el grupo más poderoso de sus perseguidores siguiera de largo. Algo que, sinceramente, no esperaba que sucediera. Los zombis quizás no eran muy inteligentes, pero sí eran muy capaces rastreando a sus presas.

     Cada paso en la oscuridad era un paso de esperanza. La pequeña gruta empezó a ampliarse. Los sonidos cambiaron: los gritos y gruñidos de la jauría empezaron a ser superados por los de una caída de agua interna que empezó a saciar la sed de buenas noticias: el agua que caía debía venir de algún sitio más alto. Debía existir otra gruta y, por el volumen del sonido, debía ser una caída de agua más grande que la de la gruta que acababa de superar. Se sintió mejor. Aunque su voluntad y su espíritu de lucha eran muy fuertes, los de un guerrero, él también necesitaba creer en la posibilidad del éxito.

     Pero la realidad parece una adolescente que siempre tiene algo distinto que opinar, como para llevarnos la contraria: al voltear para verificar que la jauría ya no lo seguía, pudo ver un par de ojos que brillaron en la oscuridad. Uno de los perros zombi había logrado entrar en la gruta. Kinyo estaba en un entredicho. Sabía que si volteaba y lo enfrentaba, la llama quedaría frente a sus ojos y vería muy poco (el perro zombi podría lanzarse al ataque sin que él pudiera percibirlo). Tampoco vería nada a sus espaldas (podría tropezarse, resbalar o toparse con una pared…O golpearse la cabeza). Si apagaba la improvisada antorcha, quizás sus ojos tardarían mucho en adaptarse a la poca luz y, para cuando lo hicieran, ya estarían entre las mandíbulas de su atacante.



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En el texto hay: adolescente, triunfos, aventura con poderes

Editado: 15.05.2021

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