3
Al despertar, se quedó un rato prestándole atención a las ideas que rondaban por su cabeza. Entre ellas encontró el enfoque que buscaba para enfrentar a los zombi. Aunque el día amaneció nublado, él lo tenía todo muy claro.
Optimista, desayunó junto a Túkiti y otros humanos. Mientras lo hacía, notó que la Hechicera pasaba de largo, pero se volteaba para analizarlo y brindarle una sonrisa.
«Habrá adivinado que Armentia habló conmigo», se preguntó nervioso, pero contento por ser objeto de su atención.
Tan rápido como había llegado, la sonrisa y la atención de la Hechicera se desvaneció y él volvió a su presente. Aunque la propuesta de Armentia sugería que había hablado con los zombis y existía una tregua, no podía confiarse. Podían atacar en cualquier momento.
Pasaron todo el día entrenando. Kinyo, además, pasó una gran parte anticipando el enfrentamiento que le esperaba, hasta que se reclamó por hacerlo. Sabía que así sólo consumía energía física y mental, y que establecía parámetros que no eran reales. Sabía que ese era su mayor fallo: por tratar de anticipar todo lo que iba a suceder, muchas veces no era capaz de ver y aprovechar oportunidades que se le presentaban cuando ocurrían las batallas reales. Kinyo era un gran estratega, pero no tan bueno en la táctica. En eso, Omisan, un compañero que formaba equipo con él y con Túkiti en los tableros mágicos, era mucho mejor.
Kinyo no sabía si Omisan era un guerrero del pasado, un guerrero de su templo o de otras regiones. Nunca había querido revelar nada. De hecho, aparecía en los tableros mágicos marcado por una X, sin más información. Kinyo era quien lo había bautizado Omisan, porque le recordaba a un guerrero sobre el que había leído en uno de los pergaminos preferidos de su madre —uno que, le dijo ella, debía leer cuando cumpliera 17 años. Pero él no pudo esperar.
Al finalizar la jornada de entrenamientos, Kinyo marchó al anfiteatro con Túkiti a su lado.
El anfiteatro se había construido usando las técnicas de los griegos: aprovechando una depresión del terreno y su declive natural. Sus entradas principales permanecían al mismo nivel del templo, pero su auditorio se encontraba varios metros más abajo. Detrás del escenario y camerinos, una pared los protegía de los desprendimientos de terrenos que había en la montaña a sus espaldas.
Aunque el anfiteatro tenía una sonoridad natural estupenda, con el tiempo se le había agregado un techo en forma de domo, para disfrutar de obras y reuniones aún en las temporadas de lluvia.
Eso también les permitía a los maestros canalizar y usar el agua que les regalaba el cielo, pero que inundaba y desgastaba el anfiteatro.
Al llegar, en el anfiteatro ya se encontraba Armentia y algunos grupos humanos: los pensadores, los mensajeros, algunos guerreros…
Todo el grupo humano estaba sentado a la mano derecha de Armentia, que ocupaba la tarima. Armentia le indicó que se sentara a su izquierda, en un sector vacío.
Aunque Kinyo sonrió y asintió, estaba seguro de que ese sector lo ocuparían los zombis, sus perros y los humanos colaboradores (aunque parezca mentira, había humano que trabajaban para los zombis). Eso no lo satisfacía para nada. Pero había acordado colaborar y mantendría su palabra. Al menos hasta que se le hiciera obvio a Armentia que era imposible lograr algo con los zombis (para él ya eso estaba muy claro).
Kinyo se sentó en la quinta fila de las gradas. Los zombis y sus colaboradores deberían sentarse bajo él. No pensaba darles la espalda. Dejó que Túkiti se sentara en el primer asiento y él ocupó el segundo.
Mientras lo hacían, las conversaciones del anfiteatro bajaron el volumen (algo que no había sucedido cuando él entró, supo precisar Kinyo).
Con su pelo negro y liso, sus gruesas pestañas y sus ojos amarillos y verdes, la Hechicera entró al anfiteatro rodeada de su aura de energía. Su entrada iluminó un poco más el sitio y todos se sintieron mejor.
El Maestro le indicó que se sentara a su izquierda, en el sector donde se encontraba Kinyo.
Ella se quedo un rato flotando, como evaluando dónde sentarse. Luego se dirigió hacia Kinyo y hacia el asiento que estaba a su lado.
—Hola, Rafael —le dijo con la sonrisa que paralizaba a todos, y no por las mismas razones que Medusa.
Recordando las costumbres de un pasado olvidado, Kinyo se puso de pie y se inclinó cortésmente.
—Hola, Patricia — respondió Kinyo, usando el nombre con el que ella había nacido y no su nombre de Hechicera, para corresponder su gesto: ella lo había llamado por su nombre de nacimiento y no por su nombre de guerrero (algo que lo llenó de orgullo, porque nunca pensó que ella lo conociera).
«Pero, bueno, al fin y al cabo es la Hechicera. Ella debe saberlo todo», pensó seguidamente Kinyo, desinflando su ego.
Pero ella inclinó su cabeza y le devolvió la más radiante sonrisa. Su gesto de caballero medieval la había complacido en sobremanera. Ella extrañaba esa época.
Kinyo volvió a inflarse: la Hechicera había reconocido su gesto y lo valoraba. Y lo mejor, pensaba él, es que lo había hecho de manera inconsciente. No había tenido que planificar nada o medir los beneficios de sus acciones. Pensó que podía ser él mismo frente a la Hechicera.
Editado: 06.02.2022