Las cosas habían empezado a ponerse más raras. Y más aterradoras.
Los militares parecían multiplicarse por las calles. Estaban en el supermercado, en los estacionamientos, en los cines, en los parques; en absolutamente todos lados. No había lugar donde los ojos del resto no cayeran en el arma que les colgaba de la cadera o la postura tensa en la que descansaban. La cantidad de trajes camuflados en un pequeño pueblo, de menos de dos mil habitantes después del suceso, eran incontables y no me quería imaginar lo que debía de ser en las grandes ciudades. Al principio la presencia podría haber pasado desapercibida, el problema fueron los actos que empezaron a cometer lo cual hizo que el temor empezara a rondar por las calles.
Revisaban todo. Desde documentos, análisis médicos, situación económica, lugar laboral, estudios tanto escolares como universitarios. No había aspecto de la vida la cual no tuvieran en cuenta, buscaban toda la información posible de cada ciudadano para poder brindárselo al General Gedeón –quién se había presentado en una corta entrevista al apenas llegar al pueblo– y con el alto rango que manejaba. A su lado siempre estaba el coronel Romero, inflando el pecho con orgullo como había hecho en el comedor escolar y todavía más cuando hablaba de las nuevas normas de convivencia que su General le había informado.
Había toque de queda. Desde las diez de la noche, clavadas y sin ningún minuto de más, todo habitante tenía que estar dentro de su casa. No había excusas, solo en caso de una emergencia médica, o en el peor caso, en el caso de un anómalo, como habían empezado a decirle. Se habían puesto muy estrictos con eso, siendo que en el caso que atraparan a alguien fuera de su residencia después de la hora acordada, lo culparían por intento de fuga y a pesar de que no mostraran ninguna anomalía, el castigo sería el mismo. Podrían ser cómplices, decían, podrían estar ayudando al enemigo.
Yo había tenido la mala suerte de presenciar una de esas persecuciones. Estaba despierta una de esas madrugadas donde estaba tratando de respirar hondo y relajar mi corazón recién despierto, la almohada en donde había logrado esconder mi grito todavía en mi regazo. No debían de ser ni las cuatro de la mañana cuando pasó, todo tan oscuro y silencioso que no me permitió ignorar las pisadas o las luces en el bosque que cruzaba el patio trasero de mi casa. Mi ventana justo en dirección de los árboles, me acerqué curiosa al reconocer las linternas agitarse como locas, unas pisadas rápidas crujiendo las ramas tan fuerte que llegué a escuchar y en mi mismo patio apareció un hombre agitado.
Lo primero que había pensado era que estaban por entrar a robar a mi casa, más que nada por la forma en la que tenía el rostro tapado. Por instinto estaba lista para gritar, para alertar sobre el intruso en el límite de nuestro patio, pero me quedé estática al ver surgir otras dos figuras de los árboles. Fue tan rápido que me hizo tambalear hacia atrás, el hombre agitado girándose hacia ellos y solo llegó a levantar los brazos rendido antes de caer en sus rodillas después del golpe que le dieron en su cabeza. Fue inconsciente el sonido que surgió de mi garganta.
No había escuchado a nadie entrar hasta que unas manos me tomaron por los brazos y tiraron de mí hacia abajo, cayendo sobre mis manos al haber sido agachada. Papá me giró para que apoyara mi espalda sobre la pared, mis ojos encontrando los suyos en la misma altura y reconociendo la luz de la linterna de los militares pasando por la ventana de mi cuarto.
Negó con la cabeza, su dedo índice en sus labios para que me mantuviera callada. Lo único que podía escuchar era mi corazón latiendo contra mis tímpanos, y tratando de concentrarme en poder calmarme una vez más, mi curiosidad halló un reflejo extraño en los ojos de mi papá. Era como si fuera una luz celeste, pero; ¿de dónde venía? ¿Qué estaban haciendo los militares con el hombre fuera que requería una luz así?
Incluso cuando la luz se fue, papá me hizo quedarme sentada donde estaba y terminó por acompañarme al lado mío. Ninguno de los dos dijo nada, solo esperamos a que el sol saliera y cada uno comenzó su mañana. Nunca volvimos a tocar el tema de lo que había pasado. Era algo a lo que nos tendríamos que acostumbrar, al miedo que fomentaban, y con lo que teníamos que vivir aparte de muchas otras cosas que habían tomado.
Gran parte de las escuelas estaban bajo su cuidado, la nuestra siendo la prioridad por lo solicitada que había sido en su momento. Muchos docentes que teníamos habían sido cambiados por otros a pesar de haber sobrevivido, las tareas se sintieron más obligatorias sí un cuchillo le abrazaba la pierna a la persona que estaba dando clase. Muchos alumnos habían dejado de asistir a clase por miedo en los primeros días después de los nuevos cambios, y no tardaron mucho en volver después de que las amenazas comenzaran. Quién no se presentaba, era porque tenía algo que esconder.
Las cosas fueron menos sencillas para los hospitales. Con escasos medicamentos, el nuevo ejército había comenzado a limitar el uso de ciertos recursos casi necesarios de no ser que la persona no demostrase ninguna anomalía. Mamá estaba aterrada de ir a trabajar algunos días, no decía mucho sobre lo que veía, pero a veces la escuchaba llorar en el baño apenas volvía del trabajo. Papá también se había dado cuenta y sabiendo que lo había hablado con ella, me preocupé el doble cuando él también comenzó a verse afectado por toda la situación. Todo era un desastre sin solución.
Morgan no había vuelto a hablar del tema de la supernova desde que había ocurrido. Pareció borrarlo de su mente, y por más que estuviera viviendo una vida que había sido culpa del suceso, ella siguió en su propio mundo. Evitó ver los noticieros, evitó escuchar las charlas de nuestros papás en la mesa al comer o cenar, y se rodeó de libros de la serie de superhéroes que tanto le gustaba. Para tener doce años, sabía bien en donde le convenía estar.