La princesa, terminado el almuerzo, se retiró a su habitación. Avanzó rápidamente por la salita donde recibía invitados y se desplomo de una manera poco elegante en su colchón.
—Creo que si Mary o Anne vieran eso se desmayarían—con pasos silenciosos, su sirviente de mayor confianza se acercó y descalzó a su ama. Opal, a quien su madre había encontrado de niña, entrenándola para servir a la rubia. La confianza que Charlotte depositaba en la muchacha, con veintidós ya, no debía ser menospreciada; no solo manejaba todo lo relaciona con los Guerreros del Fénix y entrenaba diligentemente para proteger a su maestra, era una importante confidente de ésta, como solo los años saben unir a dos personas solitarias. Actualmente era, con Hakum, las únicas personas a las que la rubia se permitía mostrar sus verdaderos colores.
—Dame al menos un momento para respirar, niña– murmurando contra las sábanas. Luego de un par de minutos, se sentó en la cama, apoyándose en el dosel. —Padre insinuó que me elegiría como heredera. Amelia y Giselle, como te puedes imaginar, no están nada contentas.
– ¿Debo notificar a los Guerreros del Fénix?–Opal pregunto sentándose junto a ella.
Charlotte pareció pensarlo un momento antes de negarse. Cerró los ojos mientras recostaba su cabeza en el hombro de su confidente.
—Solo debemos ser más cuidadosas, buscarán cualquier cosa para cambiar la decisión de padre. Cuando eso falle intentaran matarme; Amelia posiblemente contrate un sicario, y Giselle envenenará mi comida. Haz que los infiltrados en las cocinas presten mucha atención—volvió a hablar un momento después.
La rubia extendió su mano hacia su criada, y esta sacó un pequeño frasco y un pincel del bolsillo de su delantal, para empezar a pintar la uñas de su ama. Una vez terminada la tarea Charlotte devuelve sus manos a su regazo, y se volvió a acomodar sobre el hombro de su ayudante.
Ninguna se movió hasta que Opal se levantó de la cama tiempo después y se posicionó contra la pared, volviendo a su expresión ilegible.
—Mi señora, Mary y Anne estarán volviendo a esta hora para asistirla en la hora del té. Debería vestirse para la ceremonia—explicó.
—Ceremonia dices, son solo las damas aburridas del palacio chismorreando como cotorras–con un resoplido, la rubia calzó sus pies con sus zapatillas ella misma, otra cosa que escandalizaría a sus otras dos criadas, y se dirigió hacia el vestidor, con su fiel ayudante detrás.
Mary y Anne entraron a la habitación con la princesa ya vestida y Opal terminando de arreglar su cabello.
—Esta sierva saluda a la princesa—se inclinaron ambas.
—El cabello de mi señora brilla más cada vez que lo veo—alagó Anne.
—Y su piel es más tersa y suave cada día—Mary agregó sin quedar atrás.
—Ya basta, ambas—con el rostro sonrojado y lo ojos brillantes, la aludida oculto su rostro en sus manos, capturando el corazón de las causantes. Opal, sin dejar de cepillar su cabello, no podía dejar de asombrarse en su corazón por los dotes de actuación de su maestra, aunque no fuese la primera vez que lo veía.
Con una horquilla de perlas recogió unos rizos y el resto los acomodo sobre el hombro de la princesa. Notando que el trabajo estaba terminado, la rubia se levantó de tocador y se dirigió hacia el pasillo.
Mientras caminaba y sonreía a quienes se inclinaban a su paso, inadvertidamente jugaba con los moños de su falda, que sacudía su voluminosa seda azul con cada pasó que daba.
Antes de advertirlo, se encontraba en el jardín del Harén Real, donde se efectuaban las fiestas del té. Solo las mujeres podían entrar en el Harén por sí solo, y era necesario tener un alto estatus para participar de las ceremonias de té.
— ¡Charlotte, querida!—una mujer empezó a mover sus brazos efusivamente en el momento de la entrada de la rubia, causando las miradas de burla y desdén de las demás damas. La duquesa Cecilia, de cuarenta años y amada esposa del duque Pletiski. A pesar de su poca sutileza y falta de modales, era la favorita de Charlotte.
—Buena tarde, su alteza—todas las presentes, con un movimiento ya memorizado por décadas de nobleza, se levantan e inclinan ante la princesa.
—Duquesa Cecilia, es un placer verla—con una pequeña inclinación, la rubia se deslizo en el asiento a su lado.
—Qué bonita estás, ¡me fascina tu vestido!—dijo observando el corsé de este. Las demás damas presentes asintieron, ya que ninguna podía negar que ese vestido con el corsé bordado, pequeñas mangas que dejaban descubiertos sus hombros y una falda inflada que remarcaba su cintura le luciera de maravilla a la princesa.
—Mi estilo palidece frente al suyo, duquesa. Tengo entendido que los mejores sastres y costureras existen en su territorio. Yo misma tengo más de un vestido proveniente de allí—contestó la rubia con una sonrisa modesta, el rubor alumbrando su rostro.
—Oh, querida, no es nada de otro mundo. La mayoría de la seda de nuestro ducado se destina a la capital, y las costureras del palacio dejan en vergüenza a las de nuestro territorio—con una risa estridente, palmea el hombro de la rubia con fuerza. Las damas a su alrededor movieron sus abanicos rápidamente para ocultar su sonrisa llenas de desdén. Se escuchan pasos y todas se levantaron e inclinaron por instinto.