Susurros del Rubí

Capítulo 1: Rubí

El frío no me molesta.
Nunca lo ha hecho.
O eso me repito cada noche mientras contemplo las ventanas empañadas por la escarcha, desde esta habitación que parece salida de un cuento antiguo. Las paredes están decoradas con siluetas doradas, los muebles son de roble, y una cama con dosel se ha encargado de acurrucarme en estas noches de frío. Pero hoy parece jugarme una mala pasada, provocada por mis pensamientos.

No sé cómo me llamo.
No sé quién fui.
Lo único que tengo son susurros en la cabeza, imágenes rotas que se aparecen en mis sueños: una risa masculina, un bosque lleno de flores, una promesa que nunca termino de escuchar.

Y él.
Leonardo.
Es la única constante en este limbo.

Ha estado conmigo desde el primer día, cuando llegué al invernadero de este castillo sin recuerdos, temblando, cubierta de nieve, con los labios morados y las manos tan heladas que no podía ni hablar. Él me envolvió con su capa, me alzó como si no pesara nada y me llevó dentro, sin decir una palabra. No me hizo preguntas. No me exigió explicaciones.

Solo me cuidó.

Me trajo comida tibia cada día, aunque nunca comía conmigo. Me dejó libros sobre la mesa, aunque aún no me atrevo a leer. Él mismo notó que nunca me atreví a tocar uno de esos libros. No puedo evitar sonreír al recordar aquella noche en que salimos a pasear. Había un festival de arte y me quedé embobada viendo cómo un hombre mayor trazaba unas líneas perfectas, creando el hermoso rostro de la joven que hacía de modelo. Leo, al verme esa noche, hizo algo que jamás olvidaré. Cuando desperté al día siguiente, encontré mi habitación inundada de lienzos, acuarelas y pinceles.

Como si fuera un imán, me sentí atraída enseguida por la idea de hacer lo que aquel señor hizo esa noche. Dejé que mis dedos guiaran lo que veía mi mente y dibujé el rostro de Leo. Se quedó estático al ver la imagen perfecta de sí mismo. No dijo nada.
También llenó esta habitación de mantas suaves, plantas secas y velas encendidas que perfuman el aire.

Me llama Rubí.
No sé por qué.
Lo dijo una noche, en voz baja, cuando pensó que dormía.

—Eres como un rubí perdido en la nieve —susurró, apartándome un rizo del rostro—. Tan frágil y tan feroz a la vez.

Desde entonces, no me llama de otra forma. Y aunque no recuerdo si ese nombre tiene algún sentido para mí, hay algo en él que me reconforta. Como si, de alguna manera, él supiera algo que yo aún no. Estoy algo ansiosa, es muy tarde en la noche y tengo una gran necesidad de verle. Camino lentamente por los pasillos del castillo y me emociono al verle, aunque no lo demuestro.

Hoy, como siempre, llegó antes de que pudiera extrañarlo.

—Estás temblando —murmuró, cubriéndome con su capa negra.

—No tengo frío —mentí.

Él no respondió. Solo se quedó allí, observándome con esa mirada que parece ver más allá de la piel, más allá del olvido. A veces me pregunto qué secretos guarda. Si en su silencio esconde verdades que no estoy lista para escuchar.

—Qué pequeña tan mentirosa, Rubí —dijo riéndose—. Puedo escuchar cómo cada hueso de tu cuerpo tiembla del frío.

Leonardo

La llamo Rubí porque no me atrevo a llamarla de otra forma.
Porque no sé cómo se llama, y según lo que hablé con ella cuando la encontré esa noche, tampoco lo recuerda. Y sé que me dice la verdad, porque lo veo en sus ojos, y en su corazón sé que no me miente.

Aún sigo averiguando quién le hizo esto, porque lo que tiene mi hermosa Rubí va más allá de una simple pérdida de memoria. Alguna bruja le hizo un trabajo. Lo supe cuando vi que se negó a tocar los libros que dejé en su habitación. Es como si ella misma se impidiera recordar.

Y ese nombre... le pertenece.
Es su esencia.
Brilla como ella. Dueña de una belleza peligrosa, oculta tras la fragilidad de alguien que no sabe quién es, pero que, incluso en el olvido, impone respeto.

La encontré hace seis meses, abandonada bajo la nieve. Desde entonces, no ha intentado recordar su pasado, es como si aceptara este nuevo destino que le tocó.

Algunas noches tiene pesadillas.
Murmura palabras que no entiende, pero que yo he escuchado solo en brujas muy antiguas. Solo las he oído en las Trece Brujas, pero eso es imposible... o eso nos han hecho creer. Las Trece murieron hace miles de años.
¿O tal vez no?

Grita en lenguas que ni yo, con mis siglos de existencia, logro descifrar.
Pero estoy cien por ciento seguro de que Rubí tiene algo que ver con ellas.

Aun con todos esos detalles, no me importa.
La cuido.
La protejo.

Me he convertido en su sombra silenciosa. Le leo al amanecer, le preparo el té cuando no puede dormir, enciendo las velas cuando sus miedos la consumen, camino con ella en las tardes y la veo dibujar. Dios sabe cómo la adoro viéndola trazar líneas y crear arte en cada lienzo que le traigo. Es como si hubiera nacido para ser una artista. Y lo es. Estaba pensando en comprarle un estudio de arte y que muestre su talento al mundo.

Porque mi Rubí es una estrella que el mundo merece conocer y admirar.

A veces me pierdo al ver que ella, sin saber quién soy... se aferra a mí.
A veces me toma del brazo como si yo fuera lo único que queda de su mundo. A veces duerme en el sofá de mi estudio, porque ahí, dice, se siente segura.

Y cuando me mira —aunque sea por unos segundos— el tiempo se detiene.

—¿Crees que alguna vez recordaré quién soy? —me preguntó, mientras la acompañaba a su habitación, mientras el viento golpeaba las ventanas del castillo.

—Cuando estés lista —fue todo lo que pude decir.

¿Qué sucederá si lo recuerda?
Si regresa a esa otra vida...
¿Me seguirá buscando?
¿O me dejará atrás como a una sombra que solo necesitó mientras estuvo perdida?

No sé quién fue ella antes.
No sé qué secretos guarda su silencio.
Pero sí sé una cosa:




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