Escucho desde mi habitación su dulce respiración, mientras Magda le teje el cabello rizado en varias trenzas. Ella se deja llevar por el sonido de la voz de Magda, que tararea una canción suave. Estoy absorto en las suaves palpitaciones de su corazón. Es tan adictivo ese sonido que ya me he vuelto dependiente de él. Es la única forma que tengo de silenciar a mis demonios.
—Joven Leo, ya está todo listo para el viaje —avisó Abayomi, quien ha sido mi compañero de vida durante estos ochocientos años que llevo vagando por el mundo. Lo compré en un mercado en Brasil en 1714. Me repugnaba lo que hacían con los negros. Compré a miles de ellos y los dejé libres. Pero él se negó a irse. Siempre se quedó a mi lado. A pesar de ver que era un monstruo, jamás se apartó.
Tengo muchas cosas por las que agradecerle. Él fue quien se encargó de encontrar a Magda, ya que nadie aquí en Rumanía sabía cómo peinar el cabello de Rubí. Aunque ella nunca me pidió que le buscara una estilista, quise hacerlo porque no me gustaba verla peinarse sola. Terminaba muy cansada y podía ver el dolor en sus hombros y espalda. Me niego rotundamente a permitir que sufra algún tipo de dolor.
—Joven Leo, disculpe que me intrometa, pero... ¿está seguro de que es una buena idea hacer el viaje? Es peligroso que sus enemigos lo encuentren en Brasil. El tratado queda eliminado en el momento en que vean que usted está con… —comenzó a decir Abayomi, pero lo interrumpí.
—Con una humana. Lo sé —terminé por él.
—Sé que desde que llegó la señorita Rubí está muy emocionado, y soy feliz con su felicidad… pero no quiero que se ponga en peligro —siguió Abayomi, detrás de mí, con sinceridad.
Pero no me importa. Le prometí a Rubí que le enseñaría el mundo, que le mostraría culturas, placeres y las maravillas que aún existen. Aunque no puedo mostrarle ciertas cosas que fueron destruidas, todavía queda mucho por ver. Y aunque yo ya lo he visto todo, el tener la oportunidad de mostrárselo a ella es emocionante. Sueño con el brillo de sus ojos al ver cada lugar.
—Estaremos bien. Seré discreto —respondí—. Mi sed no será un problema, ya tengo un plan.
Y era cierto. Tengo varios contactos en la Cruz Roja y aceptaron hacerme donativos por una cantidad justa de dinero.
—Confío en usted, joven Leo. Solo tenga cuidado —pidió antes de retirarse.
El tratado entre los seres sobrenaturales es claro: si en algún momento un vampiro tiene una relación amorosa con un humano que ponga en riesgo nuestro secreto, será ejecutado. Y ahí es donde tengo ventaja: Rubí ni siquiera se ha inmutado en preguntarme qué soy. Sé que, de alguna forma, tiene esa duda de por qué nunca como con ella, pero no ha sido tan fuerte como para preguntarlo directamente. Además, siempre he sido muy discreto a la hora de alimentarme. Varias de las personas de las que me alimento son turistas que me trae Abayomi, y él se encarga de borrarles la memoria con una de las tantas pociones que aprendió a hacer cuando volvió a Nigeria, su país natal.
Con el paso de los años, me hice amigo de varios vampiros mientras viajaba por el mundo en los años 70, y sorprendentemente, uno de ellos trabaja justamente en la Cruz Roja en Brasil, donde emprenderemos nuestro viaje.
~*~
Tomé la mano de Rubí para ayudarla a salir del auto que nos llevó al aeropuerto, donde nos esperaba mi jet privado rumbo a Ilha Grande. Ansío ver su expresión cuando descubra esas playas paradisíacas. Quiero verla dibujar con el mar como fondo.
—Pensé que nos iríamos en uno de esos aviones que vimos en las películas —murmuró, al notar que no había nadie más en el jet. Qué inocente. Jamás he viajado en un vuelo comercial, y mucho menos lo haría ahora.
—Nunca he viajado en uno —respondí, evitando reírme.
—¿Por qué?
Solo imaginarme cerca de tantos humanos es como ponerme un buffet en bandeja de plata. Sé de varios vampiros que desaparecieron aviones porque no pudieron resistir la tentación, y yo no quiero ser uno de ellos.
—Creo que no sería apropiado —respondí sin entrar en detalles.
Rubí no dijo nada más. Solo se enfocó en dibujar en una de las tantas libretas que le regalé y en escuchar música. El vuelo sería largo, de 17 a 20 horas, así que no tardará en quedarse dormida.
La madrugada tenía un sonido distinto en esa isla perdida entre tantas que Brasil esconde como secretos. El mar murmuraba apenas, como si también supiera que ella estaba despierta. No había faroles ni caminos, solo la luz de la luna colándose entre las palmas y el crujido suave de la arena bajo nuestros pasos.
Rubí caminaba unos metros por delante, descalza, con el vestido largo ondeando como si también flotara. No se volvía a mirarme, pero sabía que yo la seguía. Siempre lo hago. Desde que llegamos, se negó a descansar. Dijo que había dormido lo suficiente en el avión como para seguir durmiendo ahora que estábamos aquí. Me reí al escucharla, pero la dejé tranquila, porque entendía que este lugar la emocionaba.
Me detuve cuando finalmente ella lo hizo. Me miró con aquellos ojos a los que estoy sometido. Justo donde la orilla se encontraba con las piedras, donde el mundo parecía suspenderse entre agua y cielo. Se sentó en la orilla del mar y abrazó sus piernas. Me acerqué con cautela y me senté a su lado, sintiéndome sumamente atraído por la dulce morena que tenía junto a mí.