¿Parkinson? Oh no, eso no. Yo me encontraba convulsionando en la pizzería.
Mis piernas temblaban al igual que todo mi cuerpo. Un inexplicable ardor comenzó a aparecer en mis mejillas y esa supuesta luz de la cual me habló una señora muy simpática, estaba apareciendo al frente de mí.
¿Acaso era el momento de mi partida?
—¡Qué rico! Está muy buena esta pizza —gimió mi madre, devorando descaradamente el trozo de pizza que llevaba en manos. Se había hecho una coleta alta para no untarse el cabello y comer con total tranquilidad.
La mirada azul del niño rubio seguía puesta en mí. Volvió a sonreír.
—Es mi hora —dije antes de derrumbarme en mi asiento.
—Eres demasiado dramática, Nena. No te vas a morir de la nada pero, si no comes te vas a quedar sin cena —dijo mi mamá, tomando otro trozo de pizza.
Tengo parkinson, convulsiones —no hay que olvidar la luz—, pero mamá solo come. Eso no es amor.
—Scott, ¿qué quieres pedir? —observé como una señora muy parecida al niño se dirigía a él como "Scott".
—Vamos por el siguiente —informó mi madre en voz alta para atraer mi atención.
No podía seguir así. Los ojos oscuros de mi madre no muestran ni una pizca de arrepentimiento, solo burla.
Me resigné, tuve que comer. Mi mamá bufó cuando tomé un trozo de pizza.
—¿Qué?
—¿Cómo que "qué"? ¿Y dónde quedaron las carreras? —cuestionó con indignación, poniendo una mano sobre su pecho, mientras hacía una mueca de tristeza muy exagerada, como si le hubiesen roto el corazón.
Ni loca haré carreras con el niño mirándome. Siempre tengo que bañarme para quitar los restos de la batalla devoradora.
—Si me ganas te compraré lo que quieras —ofreció mi madre con una sonrisa maliciosa.
—Mamá, haz algo más productivo —Me acomodé en una pose pensativa, recargando mi barbilla en mi mano derecha—. Por ejemplo, puedes ayudarme con un tratamiento para el parkinson.
—Amor, no tienes parkinson —insistió mi madre—. Y no estuvo bien que eligieras esas palabras, ya sabes que eso te convierte en una persona grosera.
Solté un suspiro para calmar mis emociones, mamá tenía razón. Me disculpé con ella y le di un mordisco a la rebanada de pizza.
—Entoces... ¿carrera o qué?
La niña soy yo, pero ella es más infantil. Literalmente alzó los brazos y chilló un «sí» cuando acepté la competencia. Corrí el riesgo, devoré aquel pedazo de pizza y me ensucié como Dioa manda, pero gané.
—Ganaste la batalla —Hizo una pausa dramática, imitando una voz siniestra —, pero no la guerra —culminó, mientras limpiaba su boca con una servilleta.
Como había dicho, ella es más infantil que yo, y algo que odia, que aborrece, es perder conmigo o con cualquier persona. Sus ojos parecían tener llamas de furia. No aparté mi mirada, ni sonreí para humillarla, solo la miré con indiferencia mientras tomaba una servilleta de mala gana y limpiaba mi rostro. Estuvimos así en todo el camino a casa, incluso olvidé la presencia del niño.
—Infantil —murmuré, echándole más leña al fuego de su ardida derrota.
Había evitado hacer o decir cualquier cosa que pudiera lastimarla, pero su aura de rabia ya era demasiado. Las comisuras de sus labios temblaron y paró el auto al frente de la casa. Con lágrimas en los ojos dijo:
—Eres igual de cruel que tu padre —espetó y se bajó del auto. Cerró la puerta con mucha fuerza.
Bajé del auto y me encaminé a mi habitación.
⚯
—¿Mamá?
La llamé cuando estaba por bajar todas las escaleras. Desde mi lugar podía ver que las luces estaban apagadas, a excepción del televisor.
—No molestes —dijo con una voz tan ronca que se parecía a la abuela.
Seguí caminando a paso lento hasta quedar al frente del sillón que estaba usando. La luz del televisor me mostraba lo que necesitaba ver, su rostro.
Como es habitual en ella, había puesto otra de esas películas de tragedia para desahogarse en medio de algún aperitivo y la oscuridad, mientras esperaba mis disculpas y el puesto de victoria que obviamente no me importa.
—Perdóname, Mami. A veces la genética de papá sale a flote —susurré con las manos entrelazadas y con la cabeza mirando el suelo.
—¿Lo dices en serio?—cuestionó mientras absorbía por la nariz y se enderezaba en su puesto.
—Por supuesto que sí —afirmé y la abracé.
Paciencia, es la clave de todo.
—Recuerda que tenemos un trato, Bebé.
—Recuerda que tengo parkinson—dije y ella dejó de abrazarme para encararme por lo dicho.
Entornó los ojos y dejó que un suspiro saliera de su boca. Acomodó su cabello en su espalda para después pegarse pequeñas palmaditas en las mejillas—algo que hace antes de enfocarse en un asunto—, y me miró fijamente.
—Tú confías en lo que digo, ¿verdad?
La miré por un momento y asentí.
—Entonces acepta lo que te afirmo, Nena —pronunció detenidamente.
—Está bien, te creo —obviamente mentí. Yo buscaré la cura, pa' eso existe YouTube.
—Excelente, Cariño. ¿Vamos a dormir?
—Sí, Mami.
Me puse mi piyama de ositos, cepillé mis dientes, amarré mi cabello en una trenza —para evitar que convierta en un nido—, y me acosté en mi cálida camita. Mamá me contó un cuento y se fue a dormir.
Prácticamente me acosté para descansar de este día tan molesto, pero el sueño se había ido a no sé dónde. Mi mirada estaba clavaba en el techo, esperando un... Tampoco sé qué espero. ¿Una señal? ¿Un helado? ¿El amanecer? ¿Otra pizza? La verdad no me vendría nada mal.
Scott. Ese es su nombre, ¿no?
Un segundo, ¡se llama como el papel higiénico de mi casa!
Scott, mi mejor amigo, guau, guau... ja, ja, ja.
Llevé mis manos a mi boca para acallar mi risa. Estuve pensando un poco más en Scott y, por un segundo, me sentí extraña. Mi estómago se revolvió demasiado, ¿será culpa de él? ¿Qué tiene ese niño? No puedo ni descansar por culpa suya. Mi barriguita parece poseída... ¡Uhs! ¡Deja de sentirte así!