Al día siguiente, al salir del colegio, mis dos nuevos amigos me llevaron a su casa. Esta estaba situada en el centro de la ciudad, cerca de la plaza del ayuntamiento donde la policía francesa tenía un cuartel y se encargaba de las detenciones de todos aquellos ciudadanos que no tuviesen los papeles en regla o de los judíos que trataban de llegar hasta allí para encontrar un barco que los llevase lejos de sus incansables perseguidores. Al ser una ciudad pequeña en la que todo el mundo se conocía, la mayoría de los refugiados preferían llegar hasta Marsella donde les era más fácil pasar desapercibidos.
El edificio que albergaba la casa de mis amigos era un viejo edificio de ladrillos pintado de gris. Ellos vivían en la tercera planta.
Jean Paul saludó a un hombre que estaba sentado a la entrada de su tienda, contigua al portal de mis amigos, una vieja librería con los escaparates atestados de libros.
—Es es señor Kaufman, el librero —me explicó el chico —Es alemán, ¿sabes? Pero lleva viviendo aquí muchos años. No es nazi.
Yo asentí porque había pensado eso mismo al explicarme que era alemán. Por lo que parecía, había alemanes que no estaban de acuerdo con sus compatriotas nazis.
Saludé al librero y rápidamente entramos en el portal. La escalera de madera era bastante estrecha, por lo que tuvimos que subir en fila hasta la tercera planta. Luego Jean Paul, aporreó una de las puertas del rellano y esta se abrió.
Paul, como había empezado a llamarlo, para abreviar, entró el primero y saludó a su madre. Esta era una señora bajita y regordeta, de pelo canoso y algo despeinado. Admiré el parecido con su hijo, tal y como Christine me había contado unos días antes. Gracias a Dios, pensé, que ella no había salido a su madre.
Jeannette, que era el nombre de la madre de mis amigos, me abrazó efusivamente dándome las gracias varias veces por haber salvado a su hija.
—No sé que hubiera sido de nosotros si algo la hubiera pasado —me dijo con lágrimas en los ojos —. Pero Dios te puso en su camino para salvar a mi niña.
Yo traté de escusarme diciendo que cualquiera habría hecho lo mismo, pero al igual que mi madre, ella tampoco me dejó hablar.
—No, ha sido un auténtico milagro —remarcó mientras volvía a plantarme en las mejillas dos sonoros besos —. Siempre seras bien recibido aquí, en esta casa, Pedro — aunque sonó algo así como peggó.
Christine me agarró de la mano, tirando de mí y yo lo agradecí en el alma.
—Voy a enseñarle a Pedro el resto de la casa, mamá.
Me sentí muy mal al ver su casa. En ese momento comprendí las exclamaciones de asombro de mis dos amigos al ver la mía. Su casa solo tenía dos habitaciones, un cuarto de estar muy pequeño y una cocina. El cuarto de baño se encontraba afuera y era compartido por los demás vecinos del inmueble.
La habitación donde dormían los dos hermanos estaba ocupada casi en su totalidad por las dos camas y apenas había sitio para una cómoda con un espejo y una mesilla de noche.
La ventana daba a un patio interior húmedo y triste y donde nunca llegaba el sol.
—Ahora entiendes por que nos sorprendimos tanto al ver tu casa ¿no? —Me preguntó la chica y yo asentí en silencio —. Pero no podemos quejarnos, hay mucha gente que lo está pasando mucho peor y ni siquiera tiene un techo donde cobijarse.
—Me gustaría que tú y tu familia vinierais a vivir a mi casa, con nosotros, allí hay sitio de sobra —dije yo.
—Estaría bien, pero no creo que ni tus padres, ni los míos estuvieran de acuerdo ¿no crees?
Lamentablemente sería así. Los adultos a veces pensaban demasiado las cosas.
—No sabía que Paul y tú durmierais en la misma habitación.
—¡Ya ves! ¡Tengo que aguantarle a todas horas! —Sé rió —.Te enseñaré mis libros.
Christine se agachó y sacó de debajo de la cama una vieja maleta. Al abrirla pude ver las escasas pertenencias de mi amiga.
En la maleta, aparte de los libros, vi una vieja comba muy usada y con la que de seguro había pasado muchas tardes jugando. También había un estuche de madera donde guardaba lapices y un vetusto compás que parecía antediluviano.
A su lado había una muñeca de trapo, ajada y amarillenta con su rostro de porcelana pintado en una mueca intemporal. Cogí la muñeca y toqué su cabello.
—Es pelo de verdad —me dijo —. Ya no suelo jugar con ella, pero me daba pena regalarla, que era lo que mi madre quería hacer, por eso la escondí ahí.
Dejé la muñeca en la maleta y Christine me cogió de la mano y me hizo sentarme a su lado sobre la cama, luego cogió uno de los libros y lo abrió por la primera página enseñándome la dedicatoria que tenía escrita. El libro era Romeo y Julieta de William Shakespeare.
—Me lo regaló mi tío Jerome cuando tenía siete años, escribió esto para mí : Para mi increíble y lista sobrina Chris, una gran lectora y una futura artista, de su tío Jerome Valois. En aquella época yo escribía cuentos y siempre se los leía a él. Le gustaban mucho.
—¿Donde está él ahora?
—Murió hace dos años.
—Lo siento.
Ella asintió mientras una lágrima rodaba por su mejilla. Levanté mi dedo y cacé esa huidiza lágrima, luego llevé el dedo a mi boca y lo chupé.
—Ahora estás dentro de mí, Christine —le dije —, para siempre. Nada ni nadie podrá separarnos.
No sabía por qué había hecho eso, pero sentí una especie de calor en mi pecho y la sensación de haber realizado algún tipo de ritual mágico.
Ella sonrió con una dulzura infinita. Alegre, pero a la vez muy triste.
—Me gustaría leer esos cuentos que escribías, ¿Todavía guardas alguno? —Le pregunté.
—Todos se los regalaba a mi tío Jerome, pero al morir él nos devolvieron sus cosas. Los guardo en está maleta, al fondo. Nunca los he vuelto a leer, no tenía fuerzas para hacerlo —Ella los sacó. Eran tres y estaban envueltos en una tela, su tío se había encargado de encuadernarlos. —Llévatelos, te los regalo, Pedro. Pero no creas que están bien escritos...
—Gracias, Christine, te aseguro que los cuidaré como hizo tu tío y los leeré todos.
—Pedro, siento algo muy raro aquí, en mi pecho cuando estás a mi lado —Se había llevado las manos junto a su corazón —. No sé lo que me pasa, me falta la respiración...
—A mí me ocurre lo mismo, Christine. Me gustaría pasar el día entero mirándote, viéndote sonreír, escuchando tu voz...pero yo sí sé lo que me pasa. Me gustas Christine, creo que... te quiero.
Ella alzó su mirada y clavo sus ojos ambarinos en los míos. Acababa de decirle que la quería, pero ¿y si ella no sentía lo mismo que yo? Estaba a punto de levantarme de la cama y salir corriendo de esa habitación, de esa casa y quizás del mismo mundo, cuando sentí su mano cogiendo la mía y entrelazando sus dedos con los míos.
—Yo también te quiero, Pedro.
Suspiré, sonreí, dejé de respirar e incluso mi corazón se detuvo unos segundos. No podía apartar mi mirada de la suya, su luz me envolvía incluso en aquel cuarto tan triste y umbrío.
Fue ella la que tomó la iniciativa está vez. Acercó su rostro al mío y posó sus labios sobre mis labios.
Quise gritar con todas mis fuerzas, un hormigueo me sacudió por entero y el corazón me estalló de felicidad. Nunca antes, en toda mi vida me había sentido más dichoso que en aquel momento.